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OPTIMUS PRIMAVERA SOUND. Porto. Día 2




OPS2012. Día 2: Linda Martini, We Trust, Yo La Tengo, Rufus Wainright, The Flaming Lips, Codeine, Wilco, Beach House y M83

La segunda jornada del Optimus Primavera Sound de Porto ha sido un rotundo éxito. Si ayer recelaba de las posibilidades ambientales y musicales que este festival podría llegar a tener, hoy me tengo que corregir debido a algunas de las actuaciones más antológicas que he visto en mucho tiempo. Y no solo porque el público al final respondiera, o por la sucesión de bandas exquisitas, sino también por el gran sonido, por la adecuada elección de escenario para cada banda, y porque no tienes la sensación, como sí pasa en el San Miguel Primavera Sound, de que te estás perdiendo a más bandas de las que ves. No hay agobios de ningún tipo: da tiempo a casi todo, nada se llena hasta la bandera y, en general, se disfrutan los conciertos con una dosis más de sosiego, que se agradece.

Además, la tarde noche fue a más, siempre a más. Hasta acabar en aquel lugar tan alto y alejado que últimamente se confunde con la banda francesa de mismo nombre: en M83. Y partiendo de un par de bandas locales que, aunque no congregaron a mucho público, sí parecen tener cierto peso en el panorama nacional portugués. Linda Martini y We Trust no tiene nada que ver, solo que ambas beben de influencias muy reconocibles y loables. Mientras los primeros podrían pasar por aprendices de Incubus, pero con un sonido más apelmazado y mucho menos elástico, We Trust destila, simplemente, una buena educación musical. No sabría decir qué grupos escuchan ellos, pero sí que son buenos, y que de ellos han captado sus secretos y su esencia.

El público fue llegando a eso de las 19h, puntuales para ver a Yo La Tengo. En comparación con Barcelona, el concierto de los de Jersey de ayer fue de tintes más duros, más noise, shoegaze y sucio. Fue más rudo, más directo, aunque reservaron esos momentos en los que Ira Kaplan acostumbra a experimentar con su guitarra. Un directo en el que cada canción parecía construida a partir de las ruinas de la anterior, una vez derribada a base de distorsión desmelenada. Acabaron, sin embargo, en acústico, interpretando deliciosamente My Little Corner Of The World, con extra de silbidos, demostrando que son capaces de ahondar en dos facetas bien distintas. Yo La Tengo construye melodías con el material con el que se hacen los clásicos, pegadizas, y con ese toque de genialidad que a veces se extrae de lo sencillo, pero por lo general se dedican después a corromperla, a viciarla, convirtiéndola en un desequilibrio con propiedades emancipadoras.

El concierto de Yo La Tengo dejó satisfecho al público, que comentaba mientras se alejaba hacia otro objetivo que había sido, hasta ese momento, uno de los mejores directos del festival. Los norteamericanos nunca fallan. De ese modo uno podía permitirse tranquilamente no asistir al concierto de Rufus Wainright, y perdido el de The War On Drugs por causa de las primeras coincidencias, no quedaba otra que esperar a una de las más difíciles elecciones que el programa, ya con cuatro escenarios, planteaba a los asistentes: The Flaming Lips o Codeine. Yo me introduje en el foso de los primeros, a escasos metros de Wayne Coyne, para sacar fotos, porque aunque no pensara quedarme mucho rato, resulta espectacular el pifostio que montan: un espectáculo de luces, confetis, humo, gente disfrazada encima del escenario, globos enormes que el frontman explotaba con la punta de su guitarra haciendo volar aún más confeti: lo que se dice un show.

Pero hay que tener el cuerpo preparado para actuaciones así: requieren del público una actitud activa, participativa y abiertamente receptiva; extroversión pura. Y cuando vi a Coyne metiéndose en una de esas bolas grandes de plástico para ir a caminar por encima del público, entendí que mi cuerpo lo que requería era lo contrario: la más absoluta introversión. Codeine era mi medicina. La reunión del trío neoyorquino ha sido una de las mejores noticias musicales del año, y solo en un puñado de conciertos se podrá ver a la que es y ha sido, probablemente, la banda más de culto de la escena slowcore: un animal en peligro de extinción, cuyo hábitat ha ido desapareciendo paulatinamente en los últimos años. Fue algo tan alejado y opuesto de Flaming Lips que hasta me da la risa: apenas unos cientos de asistentes, ritmos cadentes, voces monotónicas y lánguidas, y guitarras sedantes.

Cuando pensábamos que Low era el único gobernante vivo del género, la reaparición de Codeine representa un hito nostálgico importante: no es que parezca un género muerto, pero sí una rareza de otros tiempos, que casi nadie ya elige como forma musical de futuro. En cualquier caso, la intensa latencia de energía que guardan bajo su apariencia apacible y calma, nos habla de un contenido emocional bastante más sincero y bien planteado que el de otros grupos que, como los Flaming Lips, por ejemplo, resulta sospechosamente demasiado explícito. El concierto de Codeine, en mi opinión, ha sido uno de los más bonitos y especiales de todo el fin de semana, al menos hasta ahora: rico en esa íntima calidad que solo tienen unos pocos, muy pocos; cada vez menos.

Ni siquiera el conciertazo que dio Wilco después hizo que olvidara la experiencia con Codeine. Tweedy y compañía, al igual que en el Primavera de Barcelona, e imagino que igual que siempre, estuvieron radiantes. Su música, allí en directo, suena a cosas muy bien dichas, con todas las palabras, modales y convencimiento necesarios. Wilco fluye de una manera que, al contrario de lo que pueda parecer, me parece profundamente terrenal, como si hace tiempo hubieran aceptado sus pecados, y ahora fuesen más libres y buenos. Con una calidad asombrosa en todo lo que hacen, y una presencia absolutamente monumental, los de Illinois tienen gran facilidad para ganarse al público, ya sea abriendo con Art Of Almost, interpretando increíblemente bien Impossible Germany, o con un glorioso punteo de 10 minutos de Nels Cline: lo hacen todo con una brillantez y una aparente sencillez, que hasta parece fácil ser Wilco.

Con tres guitarras, y otras tantas para cada uno de los guitarristas, muchas veces parece que sus canciones son líneas de punteos que se encuentran, se separan para viajar  por leves instantes a lugares preciosos de este mundo, y que luego se reencuentran, enriquecidas y curtidas por la mera capacidad de movimiento y observación. Da la sensación, además, de que Wilco nos enseña cosas, de que hay cierta sabiduría en el contenido de su música: es un discurso que rebasa los idiomas, los acordes, los metrónomos; parece la voz de la experiencia, hablándote íntima y personalmente, calmándote de preocupaciones inútiles. Creo que si todo viviéramos dentro de un concierto de Wilco, nadie tendría miedo, y seguramente acabarían las guerras, los abusos y las hambrunas de amor que enferman este mundo.

Pero la noche aún seguiría yendo a más, como si cada grupo ensalzara al siguiente, presentándonoslos en volandas sobre su propio éxito. Después de Wilco asistimos, probablemente, al que quedará en la memoria como el mejor concierto del Optimus Primavera: Beach House. Eso sí, empezaron tras unas insufribles pruebas de sonido que no deben producirse en un festival de tal magnitud. Legrand y Scally estuvieron igual de inmóviles y crípticos que en Barcelona, pero lograron un resultado eminentemente mejor que en aquel escenario alejado del Fòrum, que tan mal sabor de boca me dejó. Cayeron las barreras, la distancia menguó, y el sonido de los de Baltimore se materializó de una manera intensa, acogedora y ciertamente sobrenatural.

Beach House, con un setlist calcado al de Barcelona, repasando su exitoso último Cd, Bloom, exhalaron calidez a raudales, como si tocaran desde el interior de la cueva de sus propias almas. No hubo la linealidad perfeccionista y distante del concierto de Barcelona: había algo vivo en su música, respirando, tratando triunfalmente de asomar la cabeza; y los ritmos, texturas y capas de que se compone su sonido, pudieron apreciarse clara y deliciosamente, uno a uno: como si cada nota y cada pasaje ambiental de su dream pop sintético fuese una caricia distinta sobre la tez de quien más lo necesita. Cristalinos, densos y gestionando la tensión atmosférica, lograron los Beach House detener el tiempo en el escenario Palco Club; sin duda, uno de los grandes aciertos de la organización, ya que, si bien la afluencia masiva hizo que casi se desbordara el reducido lugar, su forma de gruta posibilitó que el sonido de los de Baltimore sonara como realmente debe sonar: sublime.

Ya solo con lo visto en las últimas horas podíamos irnos tranquilos, pero aún quedaba jugar a la grande, a la que Anthony González se dedicó a echarle órdagos continuamente. Oficiosamente cerraba la segunda noche, y aunque su concierto resultó ligeramente corto, apenas 50 minutos, fue del todo extraordinario. Al igual que ocurriera con Beach House en Barcelona, M83 tocó en el escenario Mini, y ahora opino que debió ser aquello lo que les impidió a ambos plantear un espectáculo tan completo como el de anoche. El francés, acompañado de unos músicos y showmans fabulosos, derrocha energía, de esa celeste y plateada que identificamos con el futuro tecnológico y más sofisticado. Se descubrió shoegazer, amante de rallar la realidad material de su propia electrónica, defensor del poder inalcanzable de una buena batería, y de la melódica galáctica, estratosférica y grandilocuente: de la que mira a las nubes y es capaz de escamparlas.

Lo que tiene la música de M83, además, es que resulta tremendamente fraternal. Da la sensación de que es un producto pensado desde un mañana superior, que nos ha de conducir hacia la salvación y la amistosa conjunción del hombre en el universo. Los teclados ochenteros reactualizados, y esa forma que tiene de introducir la guitarra y el rock de ciencia ficción en la electrónica de masas, hacen de éste un directo imprescindible, hoy en día, para entender de dónde y hacia dónde se mueven las grandes líneas de la música contemporánea. Sigo sin encontrar, de todas formas, esa rítmica de Malik y Herzog, que dice González que inspira últimamente su música. La contemplación no es propia de M83.

Hacía mucho tiempo que no me iba a la cama con una sensación tan maravillosa que proviniera de la música, pero la sucesión de bandas de anoche, y sus extraordinarios directos, hicieron que mi amor por la música se renovara, automáticamente, por uno cientos de años más. Yo La Tengo, Codeine, Wilco, Beach House y M83 son para mí, a partir de ahora, el paradigma de un buen programa musical sin opción al fracaso.

Fotos de Pablo Luna Chao

PRIMAVERA SOUND 2012. Día 2




PS2012. Día 2: The Chameleons, Lower Dens, The War On Drugs, The Cure, Dirty Three, M83 y The Rapture.

Mi programa para el segundo día, por el cartel, se antojaba más tranquilo que día anterior. El monopolio de público que ejercería la larguísima actuación de The Cure, de casi tres horas, propició que durante ese tiempo apenas hubiese conciertos en otros escenarios. Aproveché para cenar, comprar merchandising y darme una vuelta por alguno de lo conciertos que sí estaban programados para que coincidieran con la banda de Robert Smith. Al final fue otro día largo, aunque no tanto como el jueves, y no tan intenso como el que me espera hoy. 

Definitivamente, hay una gran diferencia entre los conciertos de día y los de noche. Le resta encanto la luz solar a un espectáculo que gana enteros con los focos de colores, los humos que se tiñen, y con la oscuridad alrededor. No sé si fue ese el motivo, pero The Chameleons me decepcionaron. Llegué justo para su concierto, habiendo descartado el ver a los Cuchillo, por el simple lujo de comer tranquilo y poder ver un rato a mi novia. Sonaron los británicos crudos, como poco hechos, con una buena dosis de ese oscuro clasicismo del que se alimentan, pero mostrándolo a un nivel al que muchos, con perdón, llegarían: pensé para mis adentros, y puede que lo exteriorizara, que The Chameleons habían sonado como otros tantos miles de grupos que juegan a mezclar post-punk y dream pop. Aún así, acabaron con Second Skin, uno de sus grandes éxitos, y el público lo agradeció; algunos incluso se acercaron a estrecharse con un Mark Burgess que se había ido animando poco a poco, y que hasta había bajado al foso. Pero en mi opinión, será unos de los conciertos que más rápido pasará a la historia en esta edición del San Miguel Primavera Sound

No imaginaba que después de los británicos tendría que resarcirme de algún modo: Lower Dens no estaba proyectado en mi programa con esa misión, pero a parte de demostrarme el buen nivel que siguen desarrollando, consiguió también que pronto olvidara de dónde venía. Los de Baltimore, con Jana Hunter a la cabeza, acaban de publicar un segundo álbum, Nootropics (Ribbon Music, 2012), que incluso ha superado las expectativas generadas por su interesantísimo disco de debut, Twin Hand Movement (Gnomonsong, 2010). Se diría que son los típicos primer y segundo trabajo de un grupo que va a llegar lejos. Su sonido se basa en la combinación de languidez y firmeza, del fluir de unas guitarras serpenteantes sobre ritmos que avanzan sin mirar atrás, implacables pero discretos. Hunter, además, le aporta con su voz un sentimiento ambivalente de soledad y ganas de cariño que hace que, aunque aparentemente sin quererlo, su discurso se enriquezca y gane atractivo: se nota cuando los músicos, realmente, tienen algo  que decir. 

Sin embargo, aunque sonaron con la entereza y la precisión necesarias para que su música se manifestase como es realmente, tuvieron ciertas dificultades para otorgarle al recital un corpus compacto. Entre canción y canción, debido a veces a problemas técnicos, se generaron pausas demasiado largas, como si los temas fuesen islotes aislados que no se tocan entre ellos. No obstante, hay que decir que tras uno de los peores parones vino Brains, el single de su segundo Cd, y así incluso tuvo un efecto reforzado. Parece mentira que la banda pueda entrar en ese estado de intensa languidez e irreductible firmeza narrativa, y salir de él con tanta facilidad. Puede que no fueran uno de los reclamos básicos del festival, y tampoco es que hicieran el concierto del día, pero los de Baltimore superan cada vez las expectativas, y crecen día a día con discos de calidad y directos muy bien interpretados. Les falta todavía, y supongo que a muchos de sus potenciales seguidores, creer que realmente son una banda a tener en cuenta. 

Media hora más tarde, en ese mismo escenario (Pitchfork), tocaba Kurt Vile con The War On Drugs. Es siempre bien recibido un concierto de un tipo como él: trabajador incansable del rock, este joven de Pennsylvania parece ya un veterano, y también que quiere hacer carrera como mítico y carismático icono de la vieja escuela. El problema es que pocos minutos después tocaba detrás de él uno que sí es, indiscutiblemente, uno de los referentes más grandes de la música de los últimos 30 años. Apenas pude disfrutar de un par de canciones, pero daba la sensación de que no había ningún tipo de ensombrecimiento en su forma de tocar la guitarra: con la melena por los hombros, y la chaqueta tejana roída por los codas, Vile parecía liderar a una muy buena banda, cargada toda ella de un mismo acento clásico, pero a la vez fresco. The War On Drugs, funcionando como aperitivo de lo que venía a continuación, o como plato principal, contiene ingredientes para saciar a cualquier buen amante del rock que busque sonidos que venga de cara. Porque Kurt Vile es un currante de la música, y eso siempre se agradece. 

A partir de entonces cayó la noche sobre el Fòrum. Frente al escenario San Miguel se abarrotaron decenas de miles de personas, que asistieron a uno de los conciertos más largos de la historia del festival. The Cure no era para menos: cabeza de cartel allá por dónde vayan, son capaces de reunir a gente de varias generaciones, de irreconciliables gustos musicales que solo se engarzan a través de ellos. Personalmente, nunca ha sido un grupo que me volviera loco, pero es innegable que la línea de trabajo que han mantenido durante toda su carrera es una de las piedras angulares en las que se ha sustentado la música contemporánea: el claroscuro gótico de su pop al estilo británico y la genética lúgubre de su expresión musical y corporal, han generado más discípulos casi que los Beatles. Muchos, como los propios Chameleons, se quedan el camino, como en un purgatorio en el que también se venden discos. Pero si hay un paraíso reservado a los más grandes, ese es el sitio de Robert Smith y compañía. 

Demostraron estar en una forma envidiable, musical y vitalmente. No cabía un alfiler entre el público, que oyó muchos de los grandes hits de la banda, como Just Like Heaven, Friday I'm In Love, Lovesong y, por supuesto, Boys Don't Cry. Más de 30 canciones, 3 bises. Todo ante un público fiel y entusiasmado que al que no le flaquearon las piernas ni un instante. Tocaron bien, con una puesta en escena espectacular y un sonido impecable: cabían todas las alturas a las que llega la voz de Smith. Éste, con ese aspecto de bruja venida a menos, de fiera mal domesticada que envejece porque no hay más remedio, acaparaba todas las miradas. Es una figura, y así lo demostró musicalmente, que aunque enraíce en los últimos '70 y brotara en los '80, no pertenece a una época: la vida y la historia pasan a través de él, y las interpreta desde su óptica, turbia pero increíblemente sensible. No permanecí mucho tiempo oyéndoles porque quería aprovechar los vacíos que dejaban en el resto del recinto, pero alcancé a notar un ambiente como pocas veces he visto en un concierto. Alejándome de allí pensé que cualquier otra cosa que viera me parecería sosa, blanda, y hasta un error. Pero me fui, y dejé a The Cure en un apogeo que duró casi tres horas. 

Gracias a dios, la opción que manejaba para el plan anti-The Cure no hizo lo que yo esperaba. Dirty Three parece una gente equilibrada cuando oyes sus Cds, aunque tengan arranques post-rockeros y shoegazers, pero en directo, sobre todo Warren Ellis, violinista y líder del trío instrumental, parece un loco de los de atar. Los australianos se dedican al folk, armado con bastantes quilos de distorsión y progresiones que pueden recordar a Mogwai en determinados momentos. Una batería que tiende al crazy-jazz de improvisación, una guitarra conductora, y el violín de Ellis, que a parte de sufrir la efervescencia de su portador, libera un sonido que entonces echa a volar y sobrevuela praderas verdes y lugares hermosos sin el rastro del hombre. En directo no es que sean desequilibrados, es que se contagian del alma de Elis, que bien podría ser la de Rasputín reencarnado: su aspecto físico al menos así lo indicaba. No obstante, el recital fue de una calidad asombrosa, con idas y venidas de las melodías, y una fuerza intrínseca que nunca que se sentía desde todos los instrumentos. Parece mentira que seas solo un trío con tan descomunal sonido que practican en directo.

Debido a la extraordinaria larga duración del concierto de The Cure, y a la cancelación de Melvins (al parecer perdieron el avión), el horario varió levemente. Probablemente muchos no sabían que M83 se había retrasado 20 minutos, y se notó cierta impaciencia en los últimos minutos de espera: ver luego a The Rapture, en el otro extremo del recinto, parecía complicarse. Una hora se antojaba corta ante el revuelo que el último disco del francés, Hurry Up, We'reDreaming (Naïve, 2011), ha generado en este último año. Anthony González se ha desprendido de los últimos lazos que le unían al shoegaze, al menos en apariencia, y ha logrado el favor unánime del público con una fórmula electrónica metálica y grandilocuenteque no ahorra en luces ni en ritmos bailables. El concierto fue intenso: manejaron el ritmo con destreza y el entusiasmo con el que interpretaron, en su mayoría, los temas de su último trabajo, se reflejaba en el público como si fuera un espejo. 

Tal vez no sea el mejor concierto visto hasta ahora en el festival, pero visualmente, y con respecto a la respuesta del público, sí va a ser uno de los más destacados. Derrocharon salud musical y ganas de inmortalizar momentos con canciones ricas en detalles compositivos, más allá del inmensos abanico de instrumentos que manejan, algunos naturales, otros electrónicos. Oyéndolos uno solo puede pensar que esta es la música de nuestros días, y que por eso conecta irremediablemente con las masas. Lo cual puede confundir y hacer olvidar el hecho de que este hombre tiene un pasado. En fenómenos como el de M83 da rabia pensar que gran parte del público se ha dejado llevar por la moda: no se trata en absoluto de un hype, pero la edición de su último Cd ha sido, sin previo aviso, una despedida silenciosa y definitiva del viejo Anthony González. Y no es que me guste menos el nuevo, que siempre estuvo latente en el francés, pero lo que sí detesto es ver machar a mareas de gente una vez se ha interpretado Midnight City, el tema del año. Por lo menos fue la penúltima. De todas maneras, y pese a toda la casuística que acompaña siempre a este tipo de fenómenos socio-musicales, M83 hizo un conciertazo a la altura, hoy por hoy, de muy pocos.

Algo parecido podía ocurrir con The Rapture, pero en su caso el hit pertenece a una época en la que todavía no habían dado el pelotazo. La inocencia irreverente de Luke Jenner y compañía salió a paseo a eso de las dos y cuarto de la madrugada, y fue el espaldarazo que todos necesitábamos para combatir el cansancio. Abrieron con la canción que da título a su último trabajo, In The Grace Of Your Love (DFA/Modular, 2011), y desde ahí se fueron encaramando a los más alto de la fiesta que ellos mismos proponían con su música y su actitud. Con un Vito Roccoforte impresionante a la batería, y unos temas que destilan claridad y potencia energética de origen natural, los neoyorquinos se marcaron un concierto de 10. Siempre al borde del descontrol, pero pisando cada vez donde tenían que hacerlo; con Jenner tocando de esa forma tan suya de tocar la guitarra, como con las uñas, que transmite ganas de ser funky. A base de temas como Get Myself Into It, House Of Jealous Lovers, NeverDie Again, Sail Away o How Deep Is Your Love?, The Rapture nos convenció de que nuestro cansancio era solo una ilusión. 

Sonó, por supuesto, Echoes, el temazo de la serie Misfits, pero esta vez lo hizo engarzado a un todo y sumándose a una causa mayor. El concierto se colocó desde el principio a una altura que requería que todos los temas tuvieran un plus de contundencia, una percusión reforzada que nos elevase en volandas sobre nuestros pies. The Rapture es garantía de éxito hoy en día, pero con conciertos como el de ayer, en un festival, demuestran que se sienten más cómodos cuanto más tarde sea su hora de actuación. Tienen esa asombrosa capacidad de hacernos olvidar todo lo demás que nos queda aún por ver. Por lo tanto, al acabar su última canción, y la especie de sesión de super rock que se marcaron, muchos volvimos a la tierra, y el suelo volvió a arder. Era hora de marcharse, de renunciar a AraabMUZIK y descansar para la intensa jornada del sábado, que se antoja gloriosa. 

 Fotos de Pablo Luna Chao.

M83



No. No voy a hablar del último Cd de M83. Paso del Hurry Up, We're Dreaming. No es que no haya tenido tiempo de escucharlo en profundidad, es que pierdo la paciencia de la repetición cuando algo no me convence, cuando algo no me entra a la primera. Cuando es un grupo nuevo simplemente desisto, lo dejo por imposible y paso a otra cosa. Pero cuando es el nuevo disco de alguien como M83, o le doy una y más oportunidades, o me pasa lo que en este caso: que termino huyendo a su obra más completa. Ante la decepción me he refugiado en DEAD CITIES, RED SEAS AND LOST GHOSTS. Puede que haya gente a la que le guste lo nuevo (9 y pico en Ptchfork, nada menos), pero a mí me gusta demasiado ese segundo álbum como para apreciar lo bueno que hay (no lo dudo) en su reciente nuevo trabajo.

Yo querría que este disco quedara inalterado, protegido contra el tiempo, como inalcanzable, elevado sobre todas las cosas materiales de este mundo. Quise, cuando lo escuché por primera vez, que este grupo no hiciese absolutamente nada más: así quedaría este trabajo como el testamento de aquel milenio que ya era historia, como el legado silencioso de todo el ruido que emitió la humanidad desde que aprendió a hablar y a hacer música. Algo me ha dicho siempre dentro de mí que ignore cualquier otro disco de M83, que solo haga caso a su verdadera y única voz: DEAD CITIES, RED SEAS AND LOST GHOSTS tiene ese aura de atemporalidad que hace de un sonido un estilo de música; campea sobre nosotros, suspendido en un mañana que nos recuerda terriblemente al ayer: siempre será futurista y retro a la vez. 



Todo lo demás que han hecho me parece una inútil imitación de este disco, un vano intento de evolución de algo inamovible, imperecedero. Es como el trazado de un bólido en una vuelta perfecta al circuito de carreras: todo lo que sea alejarse de la ortodoxia plasmada en el DEAD CITIES, RED SEAS AND LOST GHOSTS me parece una desviación decadente, una caída de nivel, una bajada a tierra firme, al territorio de las cosas mortales. Y el sonido de M83 no debería pertenecer a ese mundo. 

Es la perfecta unión de shoegaze con la música electrónica. En ningún otro momento les salió tan bien esa mezcla, o quizá les dejó de interesar. Amalgamar el modernismo de la electrónica ambient, la nostalgia característica de la Generación X, la épica futurista a lo Blade Runner y el sonido infinito del post-rock instrumental no es fácil, pero el resultado es asombroso. Las piezas de este Cd encajan como si hubieran nacido todas de una vez, como pura narrativa de ciencia ficción: sólida e implacable. 

Este dúo francés ama las guitarras bien distorsionadas. Pero del mismo chorro liso y recto de las eléctricas en cascada hacen brotar teclados tipo Vangelis, y ritmos mucho más vivos que los de Pale Saints, Slowdive o Bethany Curve: el sancta sanctorum del shoegaze de los '90. Run Into Flowers, 0078h, America y Cyborg son los mejores ejemplos. Luego hay temas donde ni la electrónica ni la distorsión de guitarras parecen tener protagonismo: temas lánguidos como In Church, On A White Lake, Near A Green Mountain o Be Wild en los que, sin embargo, te van envolviendo como una manta de fieltro viejo; con un desarrollo apático pero esperanzador. 

Lo mismo pasa con Unrecorder, Noise y Gone. Son mis temas favoritos: perfectas canciones de rock, melodías abocadas a la derrota que levantan la cabeza una y otra vez; miran al suelo, pero conscientes del espacio abierto por sus desgarros y distorsiones. El space-rock tiene en M83 a uno de sus principales referentes: ya sea por la ambientación electrónica, o por la conmovedora costumbre de componer siempre en ascendente, el oyente del DEAD CITIES, RED SEAS AND LOST GHOSTS siempre renacerá de sus cenizas y lamerá sus heridas conservando la esperanza. No en vano, si en algo ha evolucionado ese sonido shoegaze, dreampop o space-rock en la última década, y en esto ha ayudado M83, es en haber recuperado cierta ilusión por el mundo y por la vida. 

El placer de este disco es conceptual, por lo sorprendente de la unión, y de lo bien que suenan juntas cosas tan alejadas. Puede que haya más hits en otros Cds, pero el placer de ver dos ideas amándose, tan distintas, tan aparentemente distantes, le gana al disfrute momentáneo y pasajero de una canción pegadiza. Puede que ya no sean los únicos que hacen esto, y puede que tampoco en su día lo fueran, pero el valor de hacerlo de la manera sincera, cruda y evidente en que lo hicieron, es indudable e incalculable. Así fue el verdadero y definitivo testimonio de M83; lo demás, renglones torcidos.