ST. VINCENT. Barcelona, 20-06-2012.



El diablillo de Annie.

Esta semana van a pasar por Barcelona dos iconos musicales femeninos de contrastada tradición, y uno que está naciendo: por una parte la reina del pop comercial, Madonna; por otra, la madre y dueña del trip-hop, Beth Gibbons, cerebro de Portishead; y por otra, Annie Clark, cantante, guitarrista y líder de St. Vincent. Ésta última, tras su exitoso paso por la edición más reciente del Primavera Club, allá por noviembre, actuará también en Madrid en el festival del Día de la Música de Heineken. Y a partir de entonces ya será imposible mantenerlo en secreto: Annie Clark es la bomba, y siempre estará a punto de estallar.

Anoche en la Sala Apolo, ante un reducido pero entregado público acalorado, St. Vincent despertó más de un ánimo del abotargamiento propio de un verano precoz. Porque la banda es una batería correcta y compacta, un moog disparatado pero selecto, un teclado de extraño glamour y, sobre todo, una fiera con guitarra y voz entre manos. Clark atrae y lo abarca todo: es un imán para las miradas y el prisma por el cual pasa todo sonido que exprese la banda. Traduce, con su cuerpo fino y estilizado, la perfecta conjunción del rock más canalla y sucio, del pop más purpúreo y femenino, y de la electrónica más simple y efectista. Pero además, con su presencia, energética y explosiva, y la seriedad con que planta su figura en el escenario e interpreta sus canciones, logra un efecto deslumbrante, musical y visualmente.

La tejana segrega un poderoso atractivo ambivalente: inocente y salvaje al mismo tiempo. Anoche reinó claramente, victorioso sobre su hombro izquierdo, el diablillo de Annie, y perpetró un setlist con una sola tregua, Champagne Year, hacia la mitad del recital. Si en algo recuerda esta chica a los primeros años de PJ Harvey, a parte de en la voz, es en esa característica bipolaridad controlada y fértil, que hace que sea capaz de componer orfebrerías arboladas como Surgeon, y hacer que suenen, precisamente, justo antes de la tregua. Sorprendente y brillante en todos sus actos, en sus pasitos de geisha robótica hacia adelante y hacia atrás, en los espasmos de su cuerpo, más allá de esas largas piernas de pluma, y en todas y cada una de las distorsiones que manejaba con pies y manos, y que rasgaba con uñas y dientes.

No tiene aún 30 años, pero va camino de convertirse en una personalidad musical de referencia y primer orden, si no lo es ya. El carácter que imprime a sus temas es como un sello de garantía de propiedad, personal e intransferible, que se manifiesta en directo con una base instrumental necesaria, que sirve de colchoneta donde la tejana, en efecto, lleva a cabo sus saltos, piruetas y mortales, como guitarrista y como intérprete. Annie Clark, y St. Vincent por extensión, deben mucho al rock sucio y ruidoso derivado del punk que se escuchaba en los ’90, pero con la destreza y la firmeza propias de una domadora ágil de leones, la norteamericana ha bordado acabados de punto y estampados, en los bordes espinosos de sus propias melodías. Veneno y antídoto, en una misma copa.

Fue un directo potente, sugerente, sexy y carnal, como es ella. Se hizo su voluntad, y entre las durezas de su pop-rock estridente y agudo, fue confesando una a una sus intimidades y sus propias tentaciones. Se vació. No dejó nada en la recámara, y prácticamente nos tocó entero su último trabajo, Strange Mercy. Hay quien la tocó a ella, además, ya que antes de la pausa para el bis, entre la versión del tema de The Pop Group, She Is Beyond Good And Evil, y el recientemente editado track Krokodil, Annie se tiró al público (en sentido no del todo literal). Llegó a cantar totalmente erguida, agarrada de los tobillos por el público, elevada y reverenciada como la nueva diosa que se aloja en el Olimpo.

No sé dónde los mete, pero esta chica tan finita se zampa los escenarios. Allí arriba transforma esa carita de buena chica, mansa y sencilla, en un semblante y una pose de fiereza, garra y ahínco, con arranques igualmente intensos de dulzura y contracción. Anoche cabía, y muy bien, su sonido en la Sala Apolo; también su público, por desgracia, que no la llenó. Pero ella no cabía ni de lejos: como Daryl Hannah en Attack of the 50 Ft. Woman, Annie Clark sobresalía de las instalaciones, y quedaron los asistentes en las primeras filas, a los pies de unas quilométricas piernas que no parecían tener fin. Solo que desde la cima de su grandeza, delicada y estirada, salían chispazos punzantes de pop-rock refinado y erizado. 

Fotos de Pablo Luna Chao.


También disponible en Alta Fidelidad.