MIÉRCOLES 23 DE NOVIEMBRE. DÍA 1
Primer día de Primavera Club, el más liviano de la semana. De hecho, ayer ni siquiera había que coger el metro: todo, los 5 conciertos que daban el pistoletazo de salida al Festival, se repartieron entre La2 y la sala principal del Apolo; y lo mismo sucederá hoy. Para el fin de semana quedan los platos más fuertes, las agendas llenas de horarios, nombres y flechas, y el estresante correcalles de cambiar de sala a contrarreloj. Ayer era un día para entrar en calor; para recoger la pulsera y el horario oficial, para ir marcando la hoja de ruta y, sobre todo, para tomar las primeras cañas con quien el destino te hubiera asignado como compañero de festival.
Coincidiendo con el arranque del Barça en San Siro, es decir, con un poco de retraso sobre lo pactado, se puso en marcha la nueva entrega otoñal del Primavera Sound. El escenario grande abrió con los Tigercats, pero decidimos apostar por el producto nacional y fuimos a hacer bulto a Villarroel. El cuarteto barcelonés anda algo corto de carisma: insegura y tímida, la banda nos dejó ver solo un poquito del encanto que tiene su rock sedoso y blando. Un pop elegante al que le faltaron tablas y la desenvoltura mínima que tienen aquellos grupos que sí se lo creen. El público, además, seguía llegando a cuentagotas.
A quien no le faltó soltura, sin embargo, fue a Little Barrie. El trío de Nothingham sonó compacto y directo; sonaron cañeros y canallas, con un marcadísimo acento brit-rocker, cocido en garaje, de botas de punta y chupa. Su estilo, echándole imaginación, respondería a la atómica mezcla de Black Rebel con, por ejemplo, los Kula Shaker, Supergrass, o los mismísmos Stone Roses. La formación destaca por el contraste: el inmovilismo del bajo y la pinta y el trabajo totémico del batería hacen que la vista se vaya, irremisiblemente, hacia Barrie Cadogan, un cantante y guitarrista que, si no ha vivido los ’70, al menos, una anterior reencarnación suya apuesto a que sí. Lo malo es que viéndoles ahí, a uno se le antojaba bajarlos a la sala 2, a un hábitat más íntimo y acorde del que sí disfrutaron los Veronica Falls.
Como era de esperar, a medida que avanzaba la noche los conciertos registraban una mayor afluencia. Y de entre todos los grupos de ayer, seguramente Veronica Falls era el más esperado. Con el poquito material que hasta ahora han editado, cualquiera diría que este cuarteto londinense lleva años tocando; es más, podría pensarse que nos hacía una visita, a través del tiempo, una de aquellas míticas bandas de los últimos ’80 y primeros ’90 que lograron popularizar la oscuridad del shoegaze en el Reino Unido. Su álbum de debut tiene detalles que recuerdan a Pale Saints, pero no parece que entre las capas de guitarras y bajo haya tanta profundidad. Sus melodías esconden la necesidad implícita de sustentarse en un ritmo atropellado y simple, aquel que se ganó a pulso el paradójico apelativo de pop-punk.
Pero los Veronica Falls son humildes: no rebuscan donde no sabrían encontrar. Ayer Roxanne cantó con esa educación naturalista que tanto gusta, hablándonos de tú a tú, demostrando que en la música, muchas veces, tan solo es cuestión de voluntad. Y no es que cante mal, de hecho las voces, a veces en dúo con James, el otro guitarrista, son el destello de escape en la melodía, el elemento diferenciador y más identificativo de la banda. Detalles que convierten simples canciones en hits demandados por el público. Anoche, sin ir más lejos, el grupo accedió a tocar Misery a petición única de una chica de la primera fila.
Otra cosa bien distinta era lo que se cocía en la sala principal del Apolo. Salir de Veronica Falls para meterte en el concierto de Charles Bradley era hacerle un flaco favor a los ingleses. La voz de Roxanne era un hilillo de agua de grifo en la memoria comparada con el torrente negro y áspero de este cocinero norteamericano reconvertido a músico a sus más de 60 años. Con una presencia imponente, una estética anclada a una época que ya pasó, pero que nunca pasará de moda, y una banda que ya la quisiera para sí Eli ‘Paperboy’ Reed, Bradley nos enseñó qué es eso del soul. Viéndole cantar solo podía pensar en cómo serían los conciertos de Marvin Gaye, Wilson Pickett o Aretha Franklin. Gargantas infinitas donde se cura todo el dolor de la estirpe negra.
Y el soul de Charles Bradley es de esos que te llegan. Son eternas declaraciones de amor verídicas; sus canciones son una mirada sincera que te dice que te ama al minuto de haberte conocido. Son una sonrisa encantadora que exhala seguridad y confianza. Y esto ya casi nadie se lo quiso perder. El cierre del primer día de Primavera Club no pudo ser mejor: negros que cantan como solo ellos saben, metros que llegan puntuales, y una cena ligera y temprana a la que poder aferrarse para que el sueño no venza a esa impagable y confusa sensación de satisfacción e ilusión. Satisfacción por lo visto, e ilusión porque aún no hemos visto nada. O casi nada.
Fotos de Pablo Luna Chao.