Con muchos ya lo “tengo hablado”: uno de mis tres deseos al genio de una lámpara maravillosa sería, sin duda, tener banda sonora. No al estilo Peter Griffin, incontrolada, orquestal, y molesta para los demás viandantes. No. Mi BSO se basaría en una especie de holograma (solo visible y manejable por mí) que representaría exactamente mi organización de la música por estilos, grupos y discos, con ligeros toques de Spotify y de LastFM. Con solo pensarlo/decidirlo empezaría a sonar esta o aquella canción. Por supuesto, existiría la opción de subir y bajar el volumen, de solo oírla yo o que también los demás (a modo selectivo también; por ejemplo: tú sí, tú no, aquel de allá también, o…esa chica en el autobús, que escuche ahora de fondo My lover’s prayer de Otis Redding). Una banda sonora a la carta, siempre controlable, y administrable 100%.
Imagino lo que sería volver a casa por las oscuras y doradas calles de Santiago escuchando el susurro de Husky Rescue como saliendo del siguiente callejón. Oyendo el tintineo mágico de Diamonds in the sky como si la rubia, envuelta en el mismo cansancio de las mismas noches, me acompañase a la cama.
Si al ruido que ha de hacer la tierra al moverse a nosecuantosmilmillones de km/h le llamamos silencio, yo odio el silencio. Creo que la muerte existe cuando éste se junta con la más absoluta oscuridad, aunque nuestros corazones sigan funcionando. Solo me valen los latidos que marca un Cross bones style de Cat power, perfecta canción para la escena de huída, premeditada (y bien-entendida por el espectador), por los infinitos campos de algodón de la vieja Georgia. Con los aullidos de Chan se viaja ligero, con pitillo en mano (huesuda y alargada), vaqueros claros (raídos y menos jóvenes de lo que aparentan) y pies descalzos en el salpicadero del copiloto.
La música tiene esto, que te hace viajar sin mover más que los dedos, sin abrir si quiera los ojos. Cómo si no podría ver tan claro el rojo burdeos, los mantos cuasi barrocos, cuasi perfectos de un arzobispo pagano al escuchar Autoharp de Hooverphonic; el eco y el oscuro punto de fuga, preciso y brillante del teclado y de los platos.
Portishead llenaría el espacio vital de tantos que creo que el mundo volvería a ser en blanco y negro. Todos llevaríamos elegantes trajes a medida, fumaríamos cigarros (de pitillera, por supuesto) de un humo densísimo y pausado y nuestras conversaciones, aparentemente, girarían entorno a grandes cuestiones. Casi puedo ver los Rolls Roys en la plaza del Avante (vacía de niñatos), transformando en aceptación la tibia e insensible perplejidad del gentío non-ancora convertido. Un simple Sour times bastaría.
Tendría los dos lados de la receta mágica de la música: ella te lleva a todas partes, a donde vosotros pactéis; yo la llevaría a ella a todas partes, allá donde se hiciera necesaria para colorear el podrido horizonte de nuestra sociedad, para perfumar el mecánico día a día de nuestras vidas. Justo donde la voz de Jonsi se hace más necesaria y mesiánica. En cualquier parte del planeta donde hiciera sonar Sigur Rós, automáticamente, se haría de noche. Nacerían miles de estrellas y el cielo descendería, en un sensual acercamiento, para envolvernos y aislarnos del frío. Los mares coordinarían sus mareas y, en ese momento de calma completa, quizá, el mundo podría comenzar de nuevo. Al son de su batería de escoba, de su arco de violín depurado y de la perfección cristalina de su voz de ballena, solitaria y seductora. Cruzar los polos usándolos de abrigo ya sería exagerar, pero se podría…
Es un deseo cojonudo. ¡Iría a disculparme o a pedir favores, trabajo o aprobados inmerecidos siempre con Season of the shark de Yo la tengo! Pero me aterra la idea de resultar como esos chavalines que van dando la nota-grunge con sus pobres móviles sonando chorradas, en grupos de a cinco (donde siempre hay un pringao que puede que acabe salvándose a tiempo). Yo pondría Silversun pickups a todo trapo, ya que hay que rebelarse, y más de uno preguntaría, sorprendido, el nombre, y si es chico o chica quien canta tan de puta madre. Entonces mi sistema de BSO enviaría una señal vía bluetooth a mi ordenador para grabar al interesado un bonito CD en MP3 con sus grandes éxitos y algún grupo semejante. Porque todo es compartir, y sobre todo es importante con el arte y la cultura, digan lo que digan las leyes.
Siempre lo he pensado para los exámenes. Estoy seguro de que tendría mucho mejores notas si hubiera podido escuchar lo más adecuado para centrar mi discurso (en su momento histórico y socio-cultural; político en mucha menor medida) en cada examen. Pero sobre todo por una cuestión anímica, claro. El problema siempre ha sido el tema cable, el tema cascos. Si escucho música también puedo estar oyendo el dictado-respuesta de una pregunta-tema. Empezaría con Someday de Nickelback, que es como un desayuno fuerte, ideal para empezar una escalada: botas fuertes, nudo extrañamente bien hecho y amarrado y mochila con bocatas de baguette entera. Un grupo un tanto Quechua, de cantimplora con revestimiento verde, áspera y siempre húmeda.
Estoy seguro de que aquel examen de Hª de América, con Zack de la Rocha cantando/rapeando, contoneándose y escupiendo a mi lado, infundiéndome de odio al injusto y una fuerza y fe sobrehumanas en la intensidad de mi energía, habría sacado más que un 6. En Hª de EEUU fue lo que me separó de 10: no se montó en clase un show de Super disco brakin’ con los Beastie Boys. De todas formas, las imágenes no entran en el sistema BSO que yo pediría. Entraría en conflicto con la invención de Morel, y no sabría llevarlo.
Me concentraría bien, es cuestión anímica. Un temazo como Shit ain’t sweet de Arsonists te traslada al más enmohecido suburbio neoyorquino, y si no te mataron las balas y las drogas, no te vencerá un simple examen. O eso es lo que activa en mi mente el rap.
Con esto habría que tener cuidado, como con el shoegaze: no es para exposiciones masivas ni prolongadas so pena de grandes caos sociales. Desde violencia adolescente a suicidios en grupo al son de Slowdive o Bethany Curve. Imagino la plácida inocencia del pasillo de Historia transformado en un Bronx de chicos de Melide y Lugo, ferrolanos y vigueses con Dockers XXL y bambas de dios del básquet, moviendo de lado a lado sus hombros al caminar, mirándote oblicuos al pasar y espetando un forzado What’s uuuup que no acaba de convencerme. El rap en pequeñas y necesarias dosis.
Por ejemplo, a la hora de comprar el pan, un sábado a mediodía, nadie armaría jaleo si sonara The boy with the arab strap de Belle & Sebastian. De eso estoy más que seguro. Los maridos sorprenderían, a la vuelta, a sus esposas con un ramo de flores frescas, de sus favoritas, por supuesto. El jardín, recién regado por la señora, sería más que suficiente para cumplir la función de cama de amor momentánea, mientras la vida, alegre y diáfana, sigue su curso en el arbolado y risueño barrio de periferia acomodada. De Cadillacs más que de todoterrenos. De sonido de palmas y órgano de comunidad unida y en perfecta armonía.
Luego hay otros grupos o, más bien, unas voces, que siempre querría llevar cerca. No pediré al Sistema de BSO que me traduzca las canciones: aprenderé inglés. Así podré, mirando al vacío de una puesta de sol en los arrecifes, entender por qué cuando suena This is the one de los Stone Roses, tengo ganas de acercarme al horizonte. Supongo que hay voces tan auténticas, que llegan a ser tan cercanas, que entiendes sus palabras, te hablen como te hablen. Supongo que nunca podrán engañarme los hermanos Gallagher, porque lo que me dicen en Slide away me lo llevan diciendo 14 años.
Creo que nuestra capacidad de entendimiento rebasa, a veces, los límites de nuestro propio sistema de comunicación. Cuando Tom Yorke canta, trasciende el lenguaje. Toda la sociedad se desgarraría indolentemente si escuchara al unísono When I end and you begin.
No quiero pensar demasiado en la vertiente pública de mi sistema de BSV (mejor Vital que Original), porque imagino un mundo anárquico gobernado por el hipnótico manejo de mi voluntad dictatorial, ejercido solo a través de un sutil hilo musical, casi imperceptible pero desesperante. Prefiero la vertiente o uso privado del sistema. Al menos así las consecuencias de escuchar demasiado a Maynard solo las padeceré yo. Porque qué imperio no sucumbiría ante la oscura predicción que supone su nueva Imagine? “Qué futuro más negro”, pensarían los hippies oyéndola en los '60. Y no soy quién para privarles el lujo del idealismo.
Como un suave manto de desesperanza, protección e indolencia rendida, la voz en Tool te acompaña hacia la muerte como los ojos y la pistola en calma de Chris en Baltimore West.
La música es un arma peligrosa. Puede destruirte. Cuando le concedemos esa inmensa capacidad de transformar nuestro ánimo, de moldear nuestra alma a cada momento; cuando nos hacemos tan sensibles a su poder de sugestión, cuando subimos el volumen y nos reducimos a uno ella y yo, creo que pierdo el control. Entonces revolotean sin orden ni lógica un montón de pequeñas mariposas cargadas de Bombas H en mi interior, dispuestas a detonarse con la primera nota de Townes de Early day miners o Eldorado de Neil Young. Oh, Neil Young!
Neil Young, tu voz cruzará las fronteras del tiempo, porque ya lo hace cuando yo te escucho. Contigo los días del Gran Inca parecen cercanos. Parece que en tu llanto hablado recoges lágrimas del más allá, las que la tierra ha guardado desde los siglos del indio. Y porque parece que tu vejez es la vejez del mundo entero.
Por suerte aprendí un día a tener un playlist para emergencias. El “ponte eufórico” no es una invención mía, pero he de reconocer que es muy útil. Me da frío pensar en escucharlo ahora, ahora que las gruesas nubes de lluvia gris se ciernen sobre Santiago, ahora que apetece menos salir, aunque sea jueves. Me obliga a sonreír, a ser quien no soy, a exhalar alegría fingida. Y ahora paso. Total, estoy de puertas adentro.
Eso es lo malo, que mi sistema podría convertirme en una persona aún más antisocial, aún más misántropo. Y no sé si es bueno.