PRIMAVERA CLUB (Barcelona). DÍA 3




VIERNES 25 DE NOVIEMBRE. DÍA 3

Y al tercer día llegó la tralla. Quien fuera un poco ambicioso podía disfrutar de unos 8 conciertos, repartidos, esta vez sí, por todas las sedes que se han prestado a participar en el Festival. Metros, taxis, transbordos imposibles para cambiar de sala en tiempo record: esto ya sí era el Primavera Club. Una jornada dura e intensa, pero muy bien recompensada. Vimos, en mi opinión, varios de los mejores conciertos del Festival. Algunos sorprendieron, muchos no defraudaron, pero otras lo que hicieron fue destrozar la pana.

Mi jornada de 9 horas comenzó en la sala Moog, viendo a Los Eterno. Es una auténtica delicia entrar en el mundo que crean estos cuatro músicos, cargado de extraños pasajes de rock jazzístico instrumental, intrigantes y sigilosos, fabricados con una soltura abrumadora. Daba pena ver a solo 20 o 30 espectadores en un concierto tan bueno, pero Los Eterno son capaces de transmitir y regalarnos, a cada uno de nosotros, una procesión musical que va por dentro. Poco importa que seamos 20 o 2000: en sus recitales solo están ellos y tú, y esa bonita sensación de mañana tranquila, de esas en las que te puedes parar a mirar cómo se eleva el humo del café, mientras el mero hecho de poder pensar en ti mismo te hace feliz. Presentaron en sociedad su primer trabajo, Eterno Saludo Musical, como si fueran piezas de tetris, cambiando de instrumentos como si fuera fácil moverse en el pequeño escenario de la sala Moog.

Había riesgo real de no salir de aquellos mundos; yo, al menos, no quería, pero el viaje a través de lo onírico tenía otra parada obligatoria: Still Cornars tocaban en el Casino del Poblenou, y hasta allí fuimos en taxi. La banda de Londres, pese a un incomprensible problema logístico (al parecer habían perdido material, y un miembro de la banda ni siquiera tocó), dio un concierto muy refinado y esperanzador. Lo cierto es que su dreampop suena más cálido aún en directo; de hecho, Tessa Murray tardó en calentar, pero cuando lo hizo, todas las miradas se lanzaron a tratar de desvelar el secreto que escondía tras esa aterciopelada y espesa melena rubia. El dulce atractivo y la sensualidad bien contendía de su voz se proyectan sobre el acompañamiento musical del resto de la banda de tal manera que parece que brotaron instrumentos a la vera de su llanto, como si un día las estrellas hubieran decidido que Tessa no volviera a cantar nunca sola.

Still Corners abrieron una noche espectacular en el Casino, aunque el orden no fuera el más acertado. Porque aunque Girls, probablemente, fuera la banda que más público atraería, después de St. Vincent no podía sonar nada más, porque conseguiría devaluarlo. Y así fue.

En un marcadísimo contraste estético con Tessa Murray, el atractivo y el carácter de Annie Clark rebasó todas las expectativas. St. Vincent es ella de una manera casi tiránica: tira de las riendas de la banda como la mejor de las amazonas, con rabia, con vocación de demoníaca y angelical estrella del rock. A lo mejor es que esta chica me pone, pero para mí, hasta ahora, no hay duda que ha hecho el mejor concierto de lo que va de Primavera Club. Solo PJ Harvey me ha hecho sentir así como espectador, y aunque la música de Clark sea más cañera y aún más deudora del sonido rockero de los ’90, va camino de llenar estadios, como hace Polly Jean, de enamorados espectadores. Presentó su último Cd, Strange Mercy, de manera casi íntegra, e incluso se marcó una versión de The Pop Group, en un setlist preparado para triunfar: St. Vincent sabe combinar las toneladas de energía y extroversión de, por ejemplo, Chloe In The Afternoon, con la preciosa y abierta intimidad de Champagne Year.

Para muchos puede que no fuera un descubrimiento, pero sorprendió lo maduro que está el producto, lo atronadora que es la forma que tiene de meterse al público en el bolsillo, y lo mucho que llena su sonido un emplazamiento tan exigente como es el Casino. Lo malo es que después de algo así, Girls nos pareció al principio una banda más, una entre las miles que hay como ellos. Pero no hicieron para nada un mal concierto, es más: demostraron que van camino de ser los próximo Kooks, o lo más parecido a Pavement desde Wilco o Real Estate. Pero daba la impresión de que su vocación traiciona a su origen, creciendo en una escena indie que pronto los verá partir hacia públicos más multitudinarios, menos exigentes, donde no les costará destacar. No obstante, Christopher Owens y Chet “JR” White, con una puesta en escena limpia y preciosista, demostraron una compenetración fuera de toda duda: se buscaban constantemente, se entendían, y hacían fluir su música, eso sí, con delicadeza y perfección. Grupos así de pulidos, con la escasa trayectoria que todavía llevan, no se ven todos los días. Pero no había manera: Annie Clark seguía en nuestros corazones (si fuera futbolista, jugaría en el Barça).

Y como todo ser humano necesita comer en algún momento a lo largo del día, decidimos entrar en Unknown Mortal Orchestra con el estómago lleno. Pequeño error, porque entramos con el show a medias, y no era de esos que te puedes perder. El trío encabezado por Ruban Nielson tiene un estilo muy particular, desmelenado con respecto al estudio, potente y contagioso. Sus melodías tienen algo de enrevesado y tortuoso: son como el camino difícil a una meta, cuando desechas las formas convencionales. En su sonido cabe algo de funky, todos los años ’70, y un ritmo envenenado que seduce con movimientos nunca vistos. Y no, no hay ninguna chica cantando, es que es así la voz de Ruban, un tipo neozelandés afincado en Portland que agarra la guitarra como si fuera un fusil, pero que sabe muy bien qué hacer con ella.

A partir de ahí, mi representación en el Festival fue circunstancial, poco más que presencial. Empezaba a sufrir un leve entumecimiento auditivo, y lo que vi de Stephen Malkmus and The Jicks apenas me pareció un indie paradigmático de obligada escucha a partir del próximo lunes. Reconocí en ellos fórmulas que me hicieron pensar en Yo La Tengo, y en consecuencia, en el próximo Primavera Sound. Era la hora de cambiar de tercio, y Shabazz Palaces se planteaba como la mejor alternativa imaginable. El veterano rapero de Seattle se ha reinventado en un estilo más oscuro y alternativo de lo que es habitual en el género, y pese a sufrir problemas técnicos y reunir a relativamente poca gente, mostró un directo muy seguro de sí mismo. No consiguió convencerme de que en algún caso pudiera considerársele como un nuevo gurú del hip-hop, pero se aventura por caminos que lo harán, con el paso de los discos, muy reconocible.

Mi último aliento lo reservé para Givers, y mereció la pena. ¡Qué energía desprenden estos muchachos de Louisiana! Son un quinteto multi-instrumentalista Y ultra-percusionista que no para de saltar y reír: se empujan, se tiran al suelo, ponen caras divertidas, y mientras tanto ofrecen un rock vitalista que hace bailar a las flores, imprevisible, despreocupado y siempre fresco. Recuerdan un poco a Arcade Fire, con ese acento folk que no sabes bien de dónde viene, y que probablemente se haya forjado en la carretera, como pasaba con los buenos juglares: aquellos que tan bien retrató Bergman en El séptimo sello. Givers darán mucho juego, prometen espectáculos de humor radiante. Ha sido, sin duda, otra de las grandes noticias de esta edición del Primavera Club. A mí, además, me infundió fuerzas extra necesarias para enfrentarme al largo camino a casa. Mañana más, no sé si mejor, pero seguro que habrá nuevas sorpresas.