PORTISHEAD. Barcelona, 22-06-2012.



Paseo por el amor y la muerte.

Es posible que existan otras bandas en el mundo, otras formaciones con calidad, carisma y un puñado de canciones memorables; tal vez haya otros grupos igual de buenos, importantes e impresionantes en directo, pero durante la hora y media que duró su concierto del viernes, y hasta pasadas varias horas, solo pude pensar que Portishead son total y absolutamente únicos; los mejores, incomparables. 3 discos desde 1994, una rara avis en los escenarios: una de las bandas de culto por excelencia de nuestra generación. Los de Bristol se presentaban dos noches en Barcelona, en el privilegiado emplazamiento del Poble Espanyol, con una pléyade de teloneros y dos post-conciertos muy suculentos en Razzmatazz. Pero solo existieron ellos, antes, durante, y después de su inconmensurable concierto.

De los 3 teloneros lo más reseñable fue el hecho de que tan solo una pequeña minoría del público esperaba algo de ellos, puede que erróneamente. No importó que fueran bandas elegidas por los propios Portishead: reinó durante toda la tarde un denso ambiente de espera ciertamente inhibidor. Los barceloneses Cuchillo abrieron el festival bregando con el sol, como si esa fuera su rutina habitual: su música es el bailoteo que produce la calima, cuando el astro rey está en su cénit; un folk fílmico, hipnótico y cargado de momentos de bella evasión acústica. Thought Forms, a continuación, logró deprimirnos a todos: su tormentoso shoegaze, formado a partir de una montaña de graves, casi consiguió bajar las persianas de la noche antes de tiempo. Las luces y las sombras se sucedieron en el Poble Espanyol, y tras ellos, la calma del pacífico discurso de King Creosote y Jon Hopkins: guitarra y voz de cantautor, acompañado de piano y acordeón. Su versión de Song Of The Sirens, lo mejor del recital.

El problema de concebir un festival al rededor de la figura imponente de un grupo como Portishead, es que nada podría estar jamás a su altura. El sampler en portugués con el que rompieron, en 2008, nada menos que diez años de silencio, arrancó puntual colmando la enorme expectación acumulada. Silence, con la doble percusión y la voz lúgubre de Gibbons, anunciaba un concierto plagado de sombras malagüeras, melancolías y dolores, fermentados y curados como el buen vino. Hunter y Nylon Smile confirmaron la tendencia. Los de Bristol reproducían en orden su último trabajo, Third, postulando su mensaje claro y sin anestesia, un mensaje que se ha endurecido y oscurecido tras aquella década: la esperanza parece haberse consumido en Portishead, los sueños cumplidos se han desvanecido, y la luz de media altura que siempre habían exhibido, elegante y sofisticada, parece haberse disipado entre las tinieblas, formando grotescas figura y elementos sonoros. Barroco al servicio de la desesperanza.

La portentosa voz de Gibbons se mantiene igual que hace veinte años: profunda y tremendamente expresiva, sigue siendo el termómetro del corazón y el alma del sonido de la banda. Translúcida y profética, la madre indiscutible del trip-hop de pura cepa no pudo evitar marcar con el mismo acento sombrío que ya anunciaba en el Third, clásicos del tamaño de Mysterons o Sour Times, cuando empezó a intercalar aquél con temas del Dummy. Es inexplicable cómo su voz, aún resultando idéntica, puede llegar a contener todos y cada uno de los años que han pasado por su vida. Tal vez lo maravilloso del trabajo de Portishead, de su vuelta tras diez años de silencio, y de lo que son ahora capaces de hacer en directo, resida en esa mezcla de clasicismo y funesta modernidad, que parece que mira al futuro con rechazo y vencimiento; pero el anclaje en los tiempos que ya se fueron resulta frágil y desamparado, como la imagen de Beth, agarrada siempre al micro, incapaz de mantener la mirada fija hacia adelante.

Tras dos clasicazos del Dummy, el concierto entró en la épica romántica del derrotismo con Magic Door, y a partir de ahí, abandonamos lo real. Gibbons, que se desdobla en su propia voz, se rompió y acabó el calentamiento: se ofrecía como mano y guía a quien quisiera acompañarla al interior de sus propios infiernos. Siempre he pensado que para ella la música ha de ser una suerte de purgatorio, una eterna confesión dolorosa, pero para el público que asiste a sus conciertos, la experiencia resulta un auténtico paseo celestial. El concierto había entrado en una fase no terrenal, cuando la banda se redujo al trío original para interpretar Wandering Star, desnuda y minimalizada. Elegantemente vencida, y llenando la totalidad del recinto, enorme en el tendido, Beth Gibbons nos conducía por las ruinas de la dignidad humana, ofreciéndonos su mano en consuelo, y su voz como manto para dormir hasta un mañana que, de seguro, será aún peor.

La oscuridad se cierne sobre Portishead desde hace un tiempo, pero son tinieblas catedralicias, de esas en las que se atisba, tras mares y océanos de dudas y preguntas ancestrales, algunas de las respuestas que, en el fondo, no son más que un bálsamo. Machine Gun es, quizá, la más contundente de todas, y tal vez por eso se acompañó de imágenes de represión del movimiento 15M. El atractivo fatalista de Portishead no es una novedad, pero sorprende ver lo bien que engarzan tres décadas, dos generaciones, sociológica y musicalmente hablando. Over, Glory Box y Cowboys, encadenadas hacia el final de repertorio, se habían envenenado ya con el aire podrido que respiramos hoy en día: clásicos que de tan vivos que están aún, enferman con nuestros propios males.

Reservaron para el bis uno de los momentos más esperados y admirados: la interpretación de Roads. Gibbons ha logrado con ello estandarizar la liturgia de la sencillez, de la sensibilidad y de la sinceridad frente a un micro. Transmite un extraña paz, residente entre la vida y la muerte, tan intensa que parece la rendición definitiva de un corazón malherido. Eterna y sublime, su voz llegó hasta lugares del interior de mi cuerpo que ni siquiera conocía, y tengo la firme certeza de que mi conato de lágrima no fue el único. Uno de los momentos musicales más bonitos del año, hasta ahora, y de mi vida entera.

Y como solo ellos podían romper el hechizo en que se encontraba el público, acabaron el concierto con la insistencia abrasiva de We Carry On, que sonó a modo de despertador. Gibbons aprovechó para bajar al foso y saludar, uno a uno, a todos los que se acercaron a la primera fila.

Comienza una nueva era, los viejos valores, modelos y modales caducan a ritmos forzados, y el clasicismo parece ya una fuente lejana de inspiración y baremo. Portishead han sabido mejor que nadie adaptarse, actualizarse y volver a innovar; a anticipar e inaugurar fórmulas y variantes musicales, basadas en el instrumental, la electrónica, y toneladas de talento y estilo puro. Aunque parezca que lo hagan a regañadientes, como peleados con el presente, lúgubre y sombrío. Por fortuna, a los mortales, siempre nos quedarán los conciertos sublimes como este como escapatoria de los largos días de oscuridad que la humanidad está viviendo.

P.D: Fuentes no del todo ebrias afirmaban que el batería extra que llevaban, una bestia técnica que parecía el innato ritmo de Portishead, era el que había grabado con Radiohead su último disco. Espero confirmarlo en unas semanas...

P.D: Geoff Barrow en una máquina de hacer música.

Fotos de Pablo Luna Chao.