El interminable punteo itinerante.
Los tuareg son gente elegante. Forman, sobre sus desiertos y camellos, una estampa imponente que suele generar admiración y cierta envidia: son uno de los últimos símbolos de la libertad como forma de vida, reducto de una cultura ancestral. Pero hay que reconocer que sobre un escenario, blandiendo instrumentos con la pericia con la que lo hizo ayer Tinariwen en el madrileño Teatro Lara, no es muy habitual verlos. Forman una extraña imagen, exótica y poco convencional: el cuadro bien podría ser producto de una mente surrealista posmoderna fruto de la globalización, como si ahí arriba no tuvieran sentido, como si no fuera su lugar. Pero aunque no sea en absoluto verdad, lo cierto es que conservan la misma elegancia y el porte que exhiben es su hábitat común, alejándose completamente del canon estético de las estrellas de la música occidental.
Dicen, por otra parte, que esta formación de origen malí cambió en su día los rifles por las guitarras; que tras algunos años de lucha armada reclamando los derechos de su pueblo frente al gobierno central, celebraron la paz a principios de los ’90 abogando por la forma de difusión cultural y musical de las virtudes y los sueños de su gente. Mali: uno de esos increíbles casos desconcertantes de país tercermundista con una proyección artística descomunal y desmesurada. Pero Tinariwen no representa a Mali, sino al pueblo tuareg: los hombres azules del desierto; los nómadas del norte de África. Porque no hay mejor lucha que la dignificación de una idiosincrasia, una forma de vida y de una concepción del mundo que la que se hace a través del arte y la cultura popular.
Ayer, desde el Teatro Lara, y bajo la siempre impecable organización de Son, la promotora musical de Estrella Galicia, los Tinariwen nos transportaron a su hábitat con la elegancia y la nobleza de los de su pueblo, y con un lenguaje de persuasión lleno de vocablos que creemos patrimonio nuestro. Vinieron cinco, ataviados con la típica chilaba de tela de rey y el turbante hasta los ojos, y tocaron durante casi dos horas docena y media de sus canciones más conocidas y sobresalientes. El público, consciente del privilegio, respondió con entusiasmo y la misma admiración que provoca su estampa sobre sus camellos y desiertos. Músicos ampliamente admirados por el gremio occidental, que hacen una música sincrética entre su mundo y el nuestro.
Es un espectáculo basado en la cuerda, en las voces y en la adaptación del sentimiento del blues a la sonoridad del desierto. El constante intercambio de guitarras (española y bajo entre ellas) entre los miembros de la banda, afinadas en el tono natural del color del sol del Sahara, hace casi imposible reconocer al genio creador y compositor que ha hecho del sonido de Tinariwen algo completamente inconfundible: un punteo eterno y constante sobre una distorsión inexistente, y sobre las brasas crudas y ardientes de una base simple pero confortable, como las arenas del desierto que pisan en su infinito caminar. La rítmica, tribal y en general poco variada, permite que las cuerdas dialoguen entre sí, manteniendo una tensión y una melódica que podrían durar eternamente. Se suceden los riffs, los punteos lentos y rock-bluseros, llenos de seguridad, el rasgueo armónico de la guitarra acompañante, y la movilidad funky del bajo, que tan subliminalmente nos transporta a la métrica bereber, siempre en constante movimiento.
Resulta indisociable por completo su naturaleza tuareg del sonido que emiten sus entrañas: la inercia a los coros, al canto comunitario que ensalza y alienta la dignidad de su pueblo, contrasta con el valor que le dan a la expresión individual: casi como si se turnaran escrupulosamente, uno a uno, los cuatro guitarristas empuñaron su instrumento para llenar el pequeño teatro de la baja Malasaña del sonido, el sabor y el olor de la sangre azul del desierto del norte. Cantaron también por turnos, bajo el manto envolvente del turbante, y hasta bailaron, transmitiendo e incitándonos al amor y al respeto de su pueblo y su forma de vida. Sus letras, cargadas de sentido y mensaje, cabalgan como los jinetes bereberes en sus nobles corceles dorados, sobre el siempre ondulado punteo de la guitarra solista, duce del sonido de Tinariwen.
Puede que el cromatismo y el tono de sus canciones se repita en exceso para más de una noche fuera del desierto, pero no hay duda de que su atractivo puede con las fronteras de todo el mundo. Podría pensarse que oída una canción, oídas todas, pero al menos en dos horas no se rompe el hechizo que provoca el trotar, liberado y amante de su tierra, de unos dedos itinerantes sobre el mástil de una guitarra sólida y ardiente; ni el que provoca un sonido que vale mil imágenes del vasto desierto africano. La excepción de un concierto así, la emocionante estética étnica de los miembros de la banda y el calor que generaron en una noche que acabó en lluvia, fueron la despedida perfecta a un invierno occidental seco que, una vez más, hace que pensemos que el desierto se acerca cada vez más: tal vez, en unos años, llegue hasta nosotros, y todos volvamos a ser nómadas.
Fotos de Pablo Luna Chao.
Escucha el setlist (parcial) del concierto en Spotify.
También disponible en Alta Fidelidad.
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