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BEACH HOUSE



La misma piedra, más pulida.

A estas alturas del año ya podemos ir marcando en las quinielas de repaso de 2012 a Beach House como uno de los más claros triunfadores a nivel musical, sin miedo a equivocarnos. Su popularidad y cotización han ido irremediablemente hacia arriba desde que nacieron, hace ahora 8 años, y poco a poco se han ido envolviendo en un halo de excelencia solo comparable a las vitrinas de un museo. Tal vez sea ahí dónde deba estar este dúo de origen francés nacido en Baltimore, Maryland, sobre todo a tenor de las críticas escuchadas y leídas a propósito de su último trabajo, Bloom: su dream-pop barroco parece la rareza que todos estábamos esperando; la pieza de arte, ni muy clásica ni muy moderna, en la que todas las opiniones convergen, una diana de unanimidad. Pero se trata de un éxito esperado: de una colisión entre la escena indie y lo comercial que se veía venir desde lejos, como cuando los continentes chocan, a una velocidad colosalmente lenta pero inapelable. 

Bloom ha sido un disco muy esperado, como si las predicciones y las lecturas de pájaros en el cielo hubieran anticipado el advenimiento del mesías hecho Lp. Reverenciado desde la primera nota escuchada, ha venido a materializar el mejor momento de la formación, resumiendo expectativas y capacidades en apenas 10 canciones, redondas y complementarias a la vez, que son ahora el paradigma más expresivo de lo que es el sonido de Beach House. Porque, en el fondo, no ha cambiado tanto. No ha cambiado nada; y no aportan nada nuevo, nada distinto: ni una nota fuera del guión. Bloom es más de lo mismo, pero más pulido, rozando la perfección. Los de Baltimore son como el artesano que, de tanto repetir una fórmula, acaban por dominarla y convertirla en arte. Al mirar atrás se nota la evolución, lenta y concienzuda, que ha transformado un bosquejo esquemático y más tosco, en una obra acabada y verdaderamente perfecta.

De todas maneras, sin entrar a valorar quién sería Mozart en esta ecuación, me planteo que hay, como en la historia de Amadeus, dos vertiente importantes en la creación artística: la que busca la perfección, lo sublime y, en última instancia, a Dios y a lo divino-espiritual; y la que existe por sí misma, por puro genio, por esa infinita y a veces caprichosa capacidad imaginativa del hombre, para recordarnos que es precisamente en nosotros donde reside la divinidad. Sí valoro a Beach House como a un Salieri en la ecuación, y hace tiempo que lo perfecto dejó de impresionarnos e interesarnos. Se puede acusar a Victoria Legrand y a Alex Scally de lineales, usando el Bloom, como cualquier otro Cd, de argumento, y probablemente lo verían como un halago. Muchos lo verían como un halago; y yo, en general, también. La atmósfera que generan con las capas instrumentales, de textura aterciopelada y densos cromatismos, es coherente y sin fisura alguna; el halo magnético que se crea hipnotiza, utilizando un ritmo invariable y la sedante voz de Victoria; y resulta que cada centímetro de música que de ellos se extrae podría reconocerse desde la Luna. Pero es la misma figurita de siempre, solo que con más oficio: la misma piedra, más pulida.

Bloom es la consecución de un ambiente que, de principio a fin, se hace dueño y señor de nuestra atención, y de nuestros sentidos. Tal vez la especialidad de esta pareja sea precisamente la ambientación y, cómo no, las texturas. Y en este último álbum han logrado, más que nunca, uniformizar y unir estos dos elementos, creando una atmósfera completa y, como decía antes, sin fisura alguna. En un inicio espectacular, basado en los teclados cardados, las baterías de bombo y timbal mudo, de platos que brillan, en adornos de guitarra y, naturalmente, en la voz especial de Victoria, plantean esa atmósfera, cuasi analógica, que si bien no decae en exceso en el resto del disco, sí es verdad que representa, seguramente, lo mejor del Cd. Entre Myth, Wild y Lazuli establecen la línea rítmica y el abanico instrumental y de sonidos que luego dominarán durante el resto de disco.

Con la inercia de tan impresionante inicio, parece como si Other People enganchara su melodía a la estela que dejan las tres primeras, y ya de por sí funcionara. En general ocurre lo mismo durante un buen rato, careciendo The Hours y Troublemaker, en cierto modo, de personalidad propia. Rendidas al embrujo general, al taumatúrgico ritual de reiteración barroca y preciosista que es el alma del Cd. Hasta New Year, la pista 7, donde vuelve la verdadera personalidad, con variaciones de intensidad y melódicas, ausentes desde la 3. O Wishes, con remarcadas líneas de fuga y una versión de Victoria de las que realmente enamoran. On The Sea, ya casi al final, queda como un puente al último suspiro, al último tema, donde finalmente se disipará toda la tensión estática, capilar y cardada, que generaba el campo magnético del Bloom. Esa que puede oírse al principio y al final de Irene.

Una pista oculta, llamada Wherever You Go, del todo distendida, cierra un Cd que sonará hasta la saciedad los próximos meses. Un Cd que catapultará a Beach House a un éxito comercial que, esperemos, sabrán gestionar. Un paso adelante en sus carreras. Los problemas puede que lleguen, si es que llegan (yo espero que no, sinceramente), por la necesaria y exigente fidelidad que requiere un estilo tan personal y perfeccionado. Mientras la frescura compositiva siga como hasta ahora, radiante, no habrá nada que temer, pero poco a poco parece que se cierran más puertas a influencias externas, y tal vez se hayan cortado las vías de escape de sí mismos, las vías de experimentación e innovación. Permanecerán fieles a su elección, hasta que se sature la atmósfera que creen. Hasta entonces, permaneceremos sedados por Beach House y su maravilloso Bloom.

Fotos de Pablo Luna Chao.


OPTIMUS PRIMAVERA SOUND. Porto. Día 2




OPS2012. Día 2: Linda Martini, We Trust, Yo La Tengo, Rufus Wainright, The Flaming Lips, Codeine, Wilco, Beach House y M83

La segunda jornada del Optimus Primavera Sound de Porto ha sido un rotundo éxito. Si ayer recelaba de las posibilidades ambientales y musicales que este festival podría llegar a tener, hoy me tengo que corregir debido a algunas de las actuaciones más antológicas que he visto en mucho tiempo. Y no solo porque el público al final respondiera, o por la sucesión de bandas exquisitas, sino también por el gran sonido, por la adecuada elección de escenario para cada banda, y porque no tienes la sensación, como sí pasa en el San Miguel Primavera Sound, de que te estás perdiendo a más bandas de las que ves. No hay agobios de ningún tipo: da tiempo a casi todo, nada se llena hasta la bandera y, en general, se disfrutan los conciertos con una dosis más de sosiego, que se agradece.

Además, la tarde noche fue a más, siempre a más. Hasta acabar en aquel lugar tan alto y alejado que últimamente se confunde con la banda francesa de mismo nombre: en M83. Y partiendo de un par de bandas locales que, aunque no congregaron a mucho público, sí parecen tener cierto peso en el panorama nacional portugués. Linda Martini y We Trust no tiene nada que ver, solo que ambas beben de influencias muy reconocibles y loables. Mientras los primeros podrían pasar por aprendices de Incubus, pero con un sonido más apelmazado y mucho menos elástico, We Trust destila, simplemente, una buena educación musical. No sabría decir qué grupos escuchan ellos, pero sí que son buenos, y que de ellos han captado sus secretos y su esencia.

El público fue llegando a eso de las 19h, puntuales para ver a Yo La Tengo. En comparación con Barcelona, el concierto de los de Jersey de ayer fue de tintes más duros, más noise, shoegaze y sucio. Fue más rudo, más directo, aunque reservaron esos momentos en los que Ira Kaplan acostumbra a experimentar con su guitarra. Un directo en el que cada canción parecía construida a partir de las ruinas de la anterior, una vez derribada a base de distorsión desmelenada. Acabaron, sin embargo, en acústico, interpretando deliciosamente My Little Corner Of The World, con extra de silbidos, demostrando que son capaces de ahondar en dos facetas bien distintas. Yo La Tengo construye melodías con el material con el que se hacen los clásicos, pegadizas, y con ese toque de genialidad que a veces se extrae de lo sencillo, pero por lo general se dedican después a corromperla, a viciarla, convirtiéndola en un desequilibrio con propiedades emancipadoras.

El concierto de Yo La Tengo dejó satisfecho al público, que comentaba mientras se alejaba hacia otro objetivo que había sido, hasta ese momento, uno de los mejores directos del festival. Los norteamericanos nunca fallan. De ese modo uno podía permitirse tranquilamente no asistir al concierto de Rufus Wainright, y perdido el de The War On Drugs por causa de las primeras coincidencias, no quedaba otra que esperar a una de las más difíciles elecciones que el programa, ya con cuatro escenarios, planteaba a los asistentes: The Flaming Lips o Codeine. Yo me introduje en el foso de los primeros, a escasos metros de Wayne Coyne, para sacar fotos, porque aunque no pensara quedarme mucho rato, resulta espectacular el pifostio que montan: un espectáculo de luces, confetis, humo, gente disfrazada encima del escenario, globos enormes que el frontman explotaba con la punta de su guitarra haciendo volar aún más confeti: lo que se dice un show.

Pero hay que tener el cuerpo preparado para actuaciones así: requieren del público una actitud activa, participativa y abiertamente receptiva; extroversión pura. Y cuando vi a Coyne metiéndose en una de esas bolas grandes de plástico para ir a caminar por encima del público, entendí que mi cuerpo lo que requería era lo contrario: la más absoluta introversión. Codeine era mi medicina. La reunión del trío neoyorquino ha sido una de las mejores noticias musicales del año, y solo en un puñado de conciertos se podrá ver a la que es y ha sido, probablemente, la banda más de culto de la escena slowcore: un animal en peligro de extinción, cuyo hábitat ha ido desapareciendo paulatinamente en los últimos años. Fue algo tan alejado y opuesto de Flaming Lips que hasta me da la risa: apenas unos cientos de asistentes, ritmos cadentes, voces monotónicas y lánguidas, y guitarras sedantes.

Cuando pensábamos que Low era el único gobernante vivo del género, la reaparición de Codeine representa un hito nostálgico importante: no es que parezca un género muerto, pero sí una rareza de otros tiempos, que casi nadie ya elige como forma musical de futuro. En cualquier caso, la intensa latencia de energía que guardan bajo su apariencia apacible y calma, nos habla de un contenido emocional bastante más sincero y bien planteado que el de otros grupos que, como los Flaming Lips, por ejemplo, resulta sospechosamente demasiado explícito. El concierto de Codeine, en mi opinión, ha sido uno de los más bonitos y especiales de todo el fin de semana, al menos hasta ahora: rico en esa íntima calidad que solo tienen unos pocos, muy pocos; cada vez menos.

Ni siquiera el conciertazo que dio Wilco después hizo que olvidara la experiencia con Codeine. Tweedy y compañía, al igual que en el Primavera de Barcelona, e imagino que igual que siempre, estuvieron radiantes. Su música, allí en directo, suena a cosas muy bien dichas, con todas las palabras, modales y convencimiento necesarios. Wilco fluye de una manera que, al contrario de lo que pueda parecer, me parece profundamente terrenal, como si hace tiempo hubieran aceptado sus pecados, y ahora fuesen más libres y buenos. Con una calidad asombrosa en todo lo que hacen, y una presencia absolutamente monumental, los de Illinois tienen gran facilidad para ganarse al público, ya sea abriendo con Art Of Almost, interpretando increíblemente bien Impossible Germany, o con un glorioso punteo de 10 minutos de Nels Cline: lo hacen todo con una brillantez y una aparente sencillez, que hasta parece fácil ser Wilco.

Con tres guitarras, y otras tantas para cada uno de los guitarristas, muchas veces parece que sus canciones son líneas de punteos que se encuentran, se separan para viajar  por leves instantes a lugares preciosos de este mundo, y que luego se reencuentran, enriquecidas y curtidas por la mera capacidad de movimiento y observación. Da la sensación, además, de que Wilco nos enseña cosas, de que hay cierta sabiduría en el contenido de su música: es un discurso que rebasa los idiomas, los acordes, los metrónomos; parece la voz de la experiencia, hablándote íntima y personalmente, calmándote de preocupaciones inútiles. Creo que si todo viviéramos dentro de un concierto de Wilco, nadie tendría miedo, y seguramente acabarían las guerras, los abusos y las hambrunas de amor que enferman este mundo.

Pero la noche aún seguiría yendo a más, como si cada grupo ensalzara al siguiente, presentándonoslos en volandas sobre su propio éxito. Después de Wilco asistimos, probablemente, al que quedará en la memoria como el mejor concierto del Optimus Primavera: Beach House. Eso sí, empezaron tras unas insufribles pruebas de sonido que no deben producirse en un festival de tal magnitud. Legrand y Scally estuvieron igual de inmóviles y crípticos que en Barcelona, pero lograron un resultado eminentemente mejor que en aquel escenario alejado del Fòrum, que tan mal sabor de boca me dejó. Cayeron las barreras, la distancia menguó, y el sonido de los de Baltimore se materializó de una manera intensa, acogedora y ciertamente sobrenatural.

Beach House, con un setlist calcado al de Barcelona, repasando su exitoso último Cd, Bloom, exhalaron calidez a raudales, como si tocaran desde el interior de la cueva de sus propias almas. No hubo la linealidad perfeccionista y distante del concierto de Barcelona: había algo vivo en su música, respirando, tratando triunfalmente de asomar la cabeza; y los ritmos, texturas y capas de que se compone su sonido, pudieron apreciarse clara y deliciosamente, uno a uno: como si cada nota y cada pasaje ambiental de su dream pop sintético fuese una caricia distinta sobre la tez de quien más lo necesita. Cristalinos, densos y gestionando la tensión atmosférica, lograron los Beach House detener el tiempo en el escenario Palco Club; sin duda, uno de los grandes aciertos de la organización, ya que, si bien la afluencia masiva hizo que casi se desbordara el reducido lugar, su forma de gruta posibilitó que el sonido de los de Baltimore sonara como realmente debe sonar: sublime.

Ya solo con lo visto en las últimas horas podíamos irnos tranquilos, pero aún quedaba jugar a la grande, a la que Anthony González se dedicó a echarle órdagos continuamente. Oficiosamente cerraba la segunda noche, y aunque su concierto resultó ligeramente corto, apenas 50 minutos, fue del todo extraordinario. Al igual que ocurriera con Beach House en Barcelona, M83 tocó en el escenario Mini, y ahora opino que debió ser aquello lo que les impidió a ambos plantear un espectáculo tan completo como el de anoche. El francés, acompañado de unos músicos y showmans fabulosos, derrocha energía, de esa celeste y plateada que identificamos con el futuro tecnológico y más sofisticado. Se descubrió shoegazer, amante de rallar la realidad material de su propia electrónica, defensor del poder inalcanzable de una buena batería, y de la melódica galáctica, estratosférica y grandilocuente: de la que mira a las nubes y es capaz de escamparlas.

Lo que tiene la música de M83, además, es que resulta tremendamente fraternal. Da la sensación de que es un producto pensado desde un mañana superior, que nos ha de conducir hacia la salvación y la amistosa conjunción del hombre en el universo. Los teclados ochenteros reactualizados, y esa forma que tiene de introducir la guitarra y el rock de ciencia ficción en la electrónica de masas, hacen de éste un directo imprescindible, hoy en día, para entender de dónde y hacia dónde se mueven las grandes líneas de la música contemporánea. Sigo sin encontrar, de todas formas, esa rítmica de Malik y Herzog, que dice González que inspira últimamente su música. La contemplación no es propia de M83.

Hacía mucho tiempo que no me iba a la cama con una sensación tan maravillosa que proviniera de la música, pero la sucesión de bandas de anoche, y sus extraordinarios directos, hicieron que mi amor por la música se renovara, automáticamente, por uno cientos de años más. Yo La Tengo, Codeine, Wilco, Beach House y M83 son para mí, a partir de ahora, el paradigma de un buen programa musical sin opción al fracaso.

Fotos de Pablo Luna Chao

PRIMAVERA SOUND 2012. Día 3




PS2012. Día 3: Kings Of Konvenience, Atlas Sound, Beach House, Chromatics, Yo La Tengo, Justice (Live) y Neon Indian.

La noche del sábado fue la última de esta edición del San Miguel Primavera Sound en el recinto del Parc del Fòrum. El domingo aún se celebrarían conciertos gratuitos, como los del miércoles, en el Arc de Triomf, pero el coctel de grupos y los paseos a toda prisa entre escenario y escenario por las excelentes instalaciones a pie de mar, acabaron, y lo hicieron de la mejor manera posible: con algunos de los pesos pesados del cartel de esta edición. Tras dos días de intensa actividad desde primera hora de la tarde, la noche del sábado dio por fin una tregua, ya que la traca final daba comienzo a eso de las 20:30. A partir de ahí, no hubo descanso hasta el telón se bajó, a las 4 para algunos; para otros, con más aguante, a las 6.

La noche se planteaba como un paulatino in-crescendo, que iba desde los Kings Of Convenience a Justice. Los noruegos sacaron las guitarras cuando el sol todavía calentaba, afinando con esos tonos tan característicos de la época de Simon y Gartfunkel. Tocaban en el escenario principal, y prácticamente todos los que entraban a esa hora en el recinto se detenían unos instantes para comprobar la capacidad que tiene este dúo para construir canciones bonitas con apenas un par de voces y de guitarras. Pero la convencionalidad de su música, quizás, hizo que muchos solo hicieran un alto allí para luego centrarse en algo más elaborado. Bradford Cox, por ejemplo, tocaba en el cercano escenario Pitchfork, y aunque él también salió solo con la guitarra, pero sin acompañante, sus canciones ofrecían pasajes más efectistas, manipulados y sesudos. El líder de Deerhunter, con su tremendo magnetismo, parece esculpir con más libertad sus canciones, a base de pedales y samplers de guitarra, cuando es Atlas Sound. En un concierto que se hizo corto presentó su último álbum, Parallax (4AD, 2011), del que sonaron, por supuesto, The Shakes, Mona Lisa o Angel Is Broken

Pero sonaban como las iba construyendo Cox, ahí, sin nadie más, marcando el ritmo con su propio ingenio, mostrando una creatividad fértil y fresca, y una visión musical clara y precisa, aunque el aspecto sea disperso y volátil. No es que improvisara, pero resultaba imprevisible el cómo interpretaría y sonaría cada pasaje, variando el boceto del disco. Algo que, por ejemplo, no ocurrió después con Beach House. Los de Baltimore, que han obtenido extraordinarias críticas por su cuarto trabajo de estudio, Bloom (Sub Pop, 2012), solo reforzaron un poco la percusión, dejando muy poco a la imaginación. Su dream pop, ambiental y sofisticado, parece no poder salirse de la cuadrícula, y aunque contengan todas las canciones un inconfundible sello estilístico, al final, resultan un todo demasiado homogéneo. De hechuras brillantes, pero monolítico.

Victoria Legrand y Alex Scally, de origen francés, tienen algo de ese barroco cortesano del XVII: palidez, contraste y ambientación vaporosa en cada composición. Desde el fondo del escenario, ella tras los teclados y él con su guitarra (había un batería a la derecha), expanden un halo narcotizado de harmónicas melodías y ritmos placenteros, aderezados con una voz que parece macerada en vino blanco, reserva de hace muchos, muchos años. Abrieron con Wild, cerraron con Irene, y aunque recuperaron algunos temas del Teen Dream (Sub Pop, 2010), como Zebra o Silver Soul, tocaron prácticamente todo el Bloom. Un tanto encorsetados, y sin salirse en ningún caso del guión, los Beach House decepcionaron a quienes querían ver desmelenadas las posibilidades que se esbozan desde los Cds. Pero los de Baltimore, anclados en una actitud más propia del shoegaze que de la era de la electrónica, no ofrecieron sobresaltos, ni para bien ni para mal.

Para compensar las pequeñas decepciones siempre es bueno arriesgarse y acudir a un concierto que no estuviera en las quinielas: Chromatics, una formación norteamericana de electrónica y synth-pop, en lugar de Saint-Etienne, por ejemplo. Con un punto más de intensidad y de ritmo que Beach House, los Chromatics se mueven en un estilo musical que por momentos parece hortera, y en otros una absoluta genialidad. La bellísima Ruth Radelet pone las voces a una base electrónica que va desde el chillwave al disco mejor camuflado, aportando un acento anómalo de suspense y atractivo que bien podría provenir de la escena de Warpaint, Lower Dens o Still Corners: dream pop femenino con la contundencia rítmica de una batería, teclados y programadores al servicio de la música de baile. Fue un concierto pleno, con esos altibajos que, en ocasiones, hacen disfrutar más que el mejor directo lineal. Con una genética que proviene, en parte, del trip-hop de Bristol, los de Oregón sonaron sorprendentes, arriesgados y bastante originales, haciendo honor a su nombre: coloreando el escenario con muchos de los cromatismos que la música permite hoy en día exponer gracias a la electrónica.

Pero otra forma de compensar es también confiar en quienes nunca fallan, y en ese apartado sobresalen, como todo el mundo sabe, los Yo La Tengo. Son un grupo inesquivable dentro de la historia reciente del rock, y hoy por hoy da lo mismo si presentan un nuevo Cd o simplemente tocan por placer: nunca fallan. Ni siquiera importa qué canciones suenan, ni el orden, ni quién interpreta qué instrumento. No, los concierto de Yo La Tengo se dilatan el tiempo, algunos dirán que incluso logran detenerlo; son una retahíla de fraseos memorables que tienen la aparente sencillez que a veces presenta lo sublime. Tienen ese inocuo desequilibrio que hace libre a sus creadores, y al público que los escucha. El trío de Jersey convierte sus canciones en clásicos solo con hacérnoslas oír una vez en directo. El sábado dieron una lección de música en el escenario Mini (de nombre desafortunado), amalgamando acordes y disonancias, surfeando Ira Kaplan sobre sus propias distorsiones hasta la extenuación, y demostrando que a veces para tener carisma solo es necesario ser buen músico y disfrutar con lo que se hace.

Se nota que los Yo La Tengo son felices con lo que hacen. Y si no han alcanzado el estatus de grupo de culto en la práctica totalidad de los amantes de la buena música, es porque parece importarles bien poco. Aquí no fue una cuestión de modas, sino de un grupo que ha cosechado un estilo durante casi tres décadas, hasta el punto de lograr ser considerados como indefinibles: calificables solo en función de ellos mismos, al margen de géneros y etiquetas que, con bandas así, resultan insultantemente limitadoras.

A partir de ahí, a la noche solo le quedaba el baile, con un programa que prácticamente era inmejorable. Primero el dúo francés Justice, en modo live, Jamie XX, solapado ligeramente, y casi cerrando el festival, Neon Indian. Una pena no poder disfrutar del programador de los XX, que habrá mostrado todas sus capacidades e inquietudes en una sesión a última hora, donde también le gusta moverse. Pero lo verdaderamente serio se fraguó en el escenario principal, el San Miguel, con los chicos de la cruz de brillantes. Justice registró probablemente el mayor lleno de todo el fin de semana, incluso por encima de los míticos The Cure. No faltaba nadie: decenas de miles de manos en alto, de pies saltando, de cuerpos agitándose; frente a una potencia decibélica estratosférica, que debe haberse sentido incluso en Chile, y un espectáculo visual y sonoro de auténtico órdago. El mejor colofón imaginable: una sesión dura, binaria, incluso fálica, iluminada por el recuerdo del mejor Daft Punk. Gerpard Augé y Xavier de Rosnay parecen manejar bloques de hormigón con la destreza de un malabarista, pero parecía que nos venían encima constantemente.

Fue un concierto insuperable, con la firmeza que muestran bajo su aspecto mastodóntico. Transformando los temas a su antojo, pinchándolos, mezclando y remezclando Civilization o D. A. N. C. E., y jugando con el ritmo cardíaco del abarrotado recinto del Fòrum. Fue todo un ejemplo de hasta dónde ha llegado la humanidad a la hora de hacer ingeniería musical: una oda a la era tecnológica que nuestra generación ha inaugurado. Justice es un icono de los nuevos tiempos, y va más allá del house, del techno, o de la música dance. Después de eso, Neon Indian corría el riesgo de parecernos un placebo, un azucarillo después de haber comido dulces a toneladas. Sin embargo, con una modulación melódica mucho más elástica y combada, los tejanos resultaron más interesantes y con más contenido del esperado. Una banda construida al rededor de un ritmo y un discurso electrónico, con la retórica de las bandas de rock sucio herederas de Sex Pistols, pero con la psicodelia ambiental propia del chillwave, acelerada y endurecida levemente por eso de las horas y circunstancias en las que les tocaba aparecer. Dieron la talla, y administraron bien un público que venía la euforia masiva. Polish Girl fue el hit que cerró la edición de 2012 del San Miguel Primavera Sound.

Fotos de Pablo Luna Chao