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OPTIMUS PRIMAVERA SOUND. Porto. Día 3



OPS2012. Día 3: Siskiyou, Spiritualized, I Break Horses, Dirty Three, The Weeknd, Washed Out, The XX y John Talabot.

El sábado amaneció frío y gris, con una llovizna fina pero constante de esas que te empapan sin que te des cuenta. Auguraba una tarde noche complicada, incómoda y con mucho barro y césped mojado y resbaladizo en el recinto del festival. Y en circunstancias así uno tiende a pedirle a los grupo un extra de compromiso y entrega; ellos, a sabiendas de que un bajón de ritmo o de intensidad puede hacer que la gente, embutida en chubasqueros, capuchas y bajo inútiles paraguas, se marche de su recital, tenían que ofrecer lo mejor de sí mismos. Muchos así lo hicieron; otros se quedaron por el camino.

La jornada empezó para mí con Siskiyou. Hay algo en su música que incita a la lluvia a seguir cayendo, pero logran integrarla en la decoración ambiental que genera su sonido, florido y campestre, y con esa tendencia que tiene el folk, en especial el del norte estadounidense y el de la Columbia Británica, de casar tan bien con los fenómenos naturales. Colin Huebert comenzó en solitario el proyecto, pero para el directo se rodea de otros tres componentes, que con banjos y guitarras, junto a su batería y otros instrumentos rítmicos que comparten, otorgaron a Siskiyou una apariencia algo más corpórea y sólida. Demostraron carácter bajo la lluvia, crecidos ante la adversidad, confiando en su dulzura y en la bondad que irradia su música. Recordaron a Arcade Fire, en versión acústica, precisamente por esa inocencia cordial, inmensamente creativa, e incluso infantil, que libera y muestra al niño que ambas bandas llevan dentro. 

Probablemente el peor momento de lluvia y viento fue poco después, durante el concierto de Spiritualized. Pero a Jason Pierce (aka J. Spaceman) le habían dicho sur de Europa, y él se plantó en mangas de camisa y con gafas de sol. Y contagió a todos. Rodeado por una banda a la que se sumaron dos mujeres de piel y voces negras, que engalanaban el fondo de armario gospel de Lord Let It Rain On Me, por ejemplo, Pierce realizó una actuación soberbia de principio a fin. Dieron exactamente el plus que requería la situación, con un ritmo constante, siempre altivo, en ligera inclinación ascendente, arrogante en la medida justa, y derrochando espiritualidad rockera en todo momento. Su space rock vestido de clásico resulta más terrenal en directo de lo que podría pensarse: las ondulaciones de la explosiva psicodelia que practican parecían adaptadas a la empapada orografía del lugar. Los británicos salvaron la tarde a base de esa energía extra que tienen, como si sus pilas durasen más y pudieran seguir tocando indefinidamente.

Spiritualized infundió ánimos a quien lo necesitara, con un sonido que parece querer decir que todo se supera, con solo un poco de esperanza y algo en que apoyarse. Y lo creímos, hasta que tuvo que cancelarse el concierto de Death Cab For Cutie, debido a que su escenario estaba completamente encharcado. Durante más de una hora, y mientras los técnicos trataban de taparlo y secarlo, los fans permanecieron a la espera frente al escenario Optimus, abrigados y cubiertos con los chubasqueros que la organización repartió, pareciendo una extraña manifestación de fantasmas a la espera de algo de ternura pop-rockera. Pero no hubo manera. I Break Horses, por tanto, tuvo más público del esperado.

Los suecos se presentaron crípticos, envueltos en nubes de humo y luces, y en una atmósfera densa recorrieron los pasajes en espiral de su dreampop hipnótico. La voz de Maria Linden, encaramada a su teclado vaporoso, sonó como proveniente de un lugar muy profundo hundido en lo onírico, atravesando las capas instrumentales de texturas elegantes, tupidas y dilatadas de que se compone su música. El concierto apenas duró 35 minutos, por supuestos problemas técnicos, pero tampoco es que su corto Cd de debut, Hearts, dé para mucho más. Lo compensaron con un directo compacto, digno de una banda con más años de experiencia, y con la sensación de que perpetran algo grande con que reventar la escena indie del norte de Europa. Formaron parte, como Siskiyou o Dirty Three, del grupo de bandas que se unieron a la lluvia en lugar de luchar contra ella: su sonido es de los que se escuchan junto a una ventana empañada, los domingos, cuando fuera se desata la tormenta. Aunque a veces se confunda, muchas veces, en la densidad y la aparente dispersión descansa la energía de muchas bandas desde los ’80.

De los cuatro escenarios que había el viernes y el sábado en el festival, solo uno de ellos estaba cubierto: aquella gruta desde cuyo fondo sonó la obra de arte de Beach House la noche anterior. Parecía irremediable que la gente se congregara allí, tocase quien tocase, pero había grupos que tal vez ganaban en morbo con las condiciones meteorológicas. Dirty Three, como decía antes, fue uno de los grupos cuyo sonido se podía adaptar bien a las circunstancias, y su recital ganó en épica e intensidad gracias a ello. Como los buenos partidos de fútbol del norte. El trío australiano estuvo enorme haciendo lo que hacen: una amalgama de estilos basados en la estética y la estructura post-rockera instrumental, particularizada con los detalles de un violín volador, una guitarra poderosa y sutil a la vez, y una batería de free jazz que hacía enloquecer a su extravagante frontman.

Warren Ellis es un tipo pintoresco: su grosero semblante, enmarañado en una tupida y larga barba gris, asustaría a cualquier niño antes de dormir, así como su actitud polémica, impulsiva y, por momentos, aparentemente enrabietada. Pero es un músico extraordinario, integrado en una banda con serias aspiraciones musicales, y un alma en aparente estado de alerta. Aunque sus discos, poco a poco, se haya ido dulcificando, mantienen sobre el escenario esa característica potencia en los desarrollos, en la evolución de cada canción, que hace que el rock se te meta dentro y gobierne sobre tu cuerpo. Parece mentira que la guitarra de Mike Turner pueda pesar tanto. Dirty Three montó un baile de brujos sobre el césped empapado del recinto del Optimus Primavera, dirigido por los gritos insaciables de desahogo de Ellis, muy suyos.

Oscurecieron el cielo, y me convencí de la necesidad de cobijo. Entre Lee Ranaldo y The Weeknd, por tanto, simplemente ganó el que tocaba bajo techo. El joven Abel Tesfaye mueve masas más allá de la adolescencia, pero bordeando el aspecto de hit prefabricado para despertar la sexualidad de las nuevas generaciones. Sacó su vozarrón, sus canciones de electrónica, R&B, y soul remezclado con dubstep, interpretadas por una banda con contundencia instrumental, y encendió a un público tremendamente entusiasta. El canadiense podría englobarse, de alguna manera, en la misma línea revolucionaria que protagoniza James Blake con la unión de la voz típica del soul, y la electrónica más sofisticada y constructiva. En este caso, me defraudó la pose única de Tasfaye, quien solo dio muestras de dominar el primer apartado. No obstante, ofreció un concierto bien preparado y mejor producido, dando a entender que su éxito, al menos de manera aparente y superficial, sí está basado en ciertas cualidades musicales de verdad.

A última hora del sábado, a la vez que el tiempo daba una pequeña tregua, se abría el abanico de opciones: descartados Afghan Whigs, Kings Of Convenience o Lee Ranaldo por coincidencias, decidí descartar también Saint Etienne por simple avituallamiento. Cerrarían el festival, para mí, Washed Out y The XX, y tal vez un poco de John Talabot.

Ernst Green, el responsable principal de Washed Out, ya me había decepcionado hace unos meses en Barcelona, cuando no supo darle al público de Razzmatazz ni lo que quería, ni lo que sonaba en el disco. El sábado en el Opimus Primavera sí supo interpretar su música acorde a las circunstancias: con más fuerza en el ritmo, más electrónica binaria y más peso y contenido musical entre manos. Pero a cambio, por una parte, hizo desaparecer la esencia del atractivo de su disco, Within And Without, olvidando por completo los detallitos sutiles que revisten de discretos brillantes de diseño unas melodías sedosas y etéreas. Y por otra, recordó en exceso a la fórmula de M83, utilizando descaradamente gran parte de sus recursos decorativos, y mucha de la actitud estratosférica, elementos que han llevado al francés, ahora, al estrellato. Desgraciadamente, parece que va a ser imposible encontrarse en directo con la versión de Washed Out que a todos nos encandiló, la del disco: segura de sí misma.

The XX también darían una versión distinta de sí mismos, poco después, ante un gentío sediento de escuchar su inconfundible sello. Croft, Sim y Smith presentan un recital cuidado hasta el mínimo detalle, basado en la pulcritud, el contraste claroscuro, en el sempiterno leitmotiv de guitarra y bajo tan reconocible, y en la espacialidad metonímica más elegante que se recuerda en años. Lo hicieron, no obstante, con un ritmo más cadencioso aún de lo habitual, como si hubieran podido controlar y detener el tiempo a su antojo. Por momentos pareció que les faltaba algo, que al dilatar demasiado su música se abrían demasiado al espacio abierto. Que sus canciones no eran más que estrellas en el cielo. Eso pensé mientras permanecí a un lado del escenario, en la salida del foso de fotógrafos, pero mi opinión cambió cuando busque una posición más centrada.

Tal vez sí hubo algo de polémica en la actuación de The XX: flojos en el ritmo, que a esas alturas de festival cuenta mucho, lentos y en apariencia vacíos, decepcionaron a unos cuantos. Pero desde la posición adecuada me pareció que sonaban a lo que ellos querían: distintos, recuperando terreno en esa vertiente oscura de su dualidad, recuperando el misterio de lo desconocido que hay en ellos, tras haberlo desvelado al mundo con su éxito. Conocidas ya, centímetro a centímetro, todas las paredes de la casa de The XX, esta vez, construyeron su directo con enormes tablones de cristal, para que todos pudieran mirar su interior. El problema, tal vez, es que muchos al mirar no vieron nada. Presentaron todo su primer disco, XX, de rotundo éxito, y parte del nuevo material que tiene prevista su salida al mercado en la segunda parte de este año. Todo medido, en una sesión tendida en el firmamento. Visto bien, el de The XX fue uno de los conciertos del festival.

Después no quedó más que un breve rato de sesión de John Talabot, que como en Barcelona, venía acompañado de Pional. Apenas llegué a un cierre, ya clásico, con Destiny. La fama de este chico fuera de España no sorprende por la calidad que atesora, pero sí por la poca exportabilidad tradicional de nuestros productos. Nadie dudó en ir a verle, pero entre el cansancio y la mojadura de un día muy duro, y lo ralentizado que quedó el ritmo de la noche, muchos rezagados o llegaron tarde, o se fueron directamente a casa. Parra mí, fue quien cerró una muy buena primera edición de Optimus Primavera Sound Porto.

Fotos de Pablo Luna Chao.

OPTIMUS PRIMAVERA SOUND. Porto. Día 2




OPS2012. Día 2: Linda Martini, We Trust, Yo La Tengo, Rufus Wainright, The Flaming Lips, Codeine, Wilco, Beach House y M83

La segunda jornada del Optimus Primavera Sound de Porto ha sido un rotundo éxito. Si ayer recelaba de las posibilidades ambientales y musicales que este festival podría llegar a tener, hoy me tengo que corregir debido a algunas de las actuaciones más antológicas que he visto en mucho tiempo. Y no solo porque el público al final respondiera, o por la sucesión de bandas exquisitas, sino también por el gran sonido, por la adecuada elección de escenario para cada banda, y porque no tienes la sensación, como sí pasa en el San Miguel Primavera Sound, de que te estás perdiendo a más bandas de las que ves. No hay agobios de ningún tipo: da tiempo a casi todo, nada se llena hasta la bandera y, en general, se disfrutan los conciertos con una dosis más de sosiego, que se agradece.

Además, la tarde noche fue a más, siempre a más. Hasta acabar en aquel lugar tan alto y alejado que últimamente se confunde con la banda francesa de mismo nombre: en M83. Y partiendo de un par de bandas locales que, aunque no congregaron a mucho público, sí parecen tener cierto peso en el panorama nacional portugués. Linda Martini y We Trust no tiene nada que ver, solo que ambas beben de influencias muy reconocibles y loables. Mientras los primeros podrían pasar por aprendices de Incubus, pero con un sonido más apelmazado y mucho menos elástico, We Trust destila, simplemente, una buena educación musical. No sabría decir qué grupos escuchan ellos, pero sí que son buenos, y que de ellos han captado sus secretos y su esencia.

El público fue llegando a eso de las 19h, puntuales para ver a Yo La Tengo. En comparación con Barcelona, el concierto de los de Jersey de ayer fue de tintes más duros, más noise, shoegaze y sucio. Fue más rudo, más directo, aunque reservaron esos momentos en los que Ira Kaplan acostumbra a experimentar con su guitarra. Un directo en el que cada canción parecía construida a partir de las ruinas de la anterior, una vez derribada a base de distorsión desmelenada. Acabaron, sin embargo, en acústico, interpretando deliciosamente My Little Corner Of The World, con extra de silbidos, demostrando que son capaces de ahondar en dos facetas bien distintas. Yo La Tengo construye melodías con el material con el que se hacen los clásicos, pegadizas, y con ese toque de genialidad que a veces se extrae de lo sencillo, pero por lo general se dedican después a corromperla, a viciarla, convirtiéndola en un desequilibrio con propiedades emancipadoras.

El concierto de Yo La Tengo dejó satisfecho al público, que comentaba mientras se alejaba hacia otro objetivo que había sido, hasta ese momento, uno de los mejores directos del festival. Los norteamericanos nunca fallan. De ese modo uno podía permitirse tranquilamente no asistir al concierto de Rufus Wainright, y perdido el de The War On Drugs por causa de las primeras coincidencias, no quedaba otra que esperar a una de las más difíciles elecciones que el programa, ya con cuatro escenarios, planteaba a los asistentes: The Flaming Lips o Codeine. Yo me introduje en el foso de los primeros, a escasos metros de Wayne Coyne, para sacar fotos, porque aunque no pensara quedarme mucho rato, resulta espectacular el pifostio que montan: un espectáculo de luces, confetis, humo, gente disfrazada encima del escenario, globos enormes que el frontman explotaba con la punta de su guitarra haciendo volar aún más confeti: lo que se dice un show.

Pero hay que tener el cuerpo preparado para actuaciones así: requieren del público una actitud activa, participativa y abiertamente receptiva; extroversión pura. Y cuando vi a Coyne metiéndose en una de esas bolas grandes de plástico para ir a caminar por encima del público, entendí que mi cuerpo lo que requería era lo contrario: la más absoluta introversión. Codeine era mi medicina. La reunión del trío neoyorquino ha sido una de las mejores noticias musicales del año, y solo en un puñado de conciertos se podrá ver a la que es y ha sido, probablemente, la banda más de culto de la escena slowcore: un animal en peligro de extinción, cuyo hábitat ha ido desapareciendo paulatinamente en los últimos años. Fue algo tan alejado y opuesto de Flaming Lips que hasta me da la risa: apenas unos cientos de asistentes, ritmos cadentes, voces monotónicas y lánguidas, y guitarras sedantes.

Cuando pensábamos que Low era el único gobernante vivo del género, la reaparición de Codeine representa un hito nostálgico importante: no es que parezca un género muerto, pero sí una rareza de otros tiempos, que casi nadie ya elige como forma musical de futuro. En cualquier caso, la intensa latencia de energía que guardan bajo su apariencia apacible y calma, nos habla de un contenido emocional bastante más sincero y bien planteado que el de otros grupos que, como los Flaming Lips, por ejemplo, resulta sospechosamente demasiado explícito. El concierto de Codeine, en mi opinión, ha sido uno de los más bonitos y especiales de todo el fin de semana, al menos hasta ahora: rico en esa íntima calidad que solo tienen unos pocos, muy pocos; cada vez menos.

Ni siquiera el conciertazo que dio Wilco después hizo que olvidara la experiencia con Codeine. Tweedy y compañía, al igual que en el Primavera de Barcelona, e imagino que igual que siempre, estuvieron radiantes. Su música, allí en directo, suena a cosas muy bien dichas, con todas las palabras, modales y convencimiento necesarios. Wilco fluye de una manera que, al contrario de lo que pueda parecer, me parece profundamente terrenal, como si hace tiempo hubieran aceptado sus pecados, y ahora fuesen más libres y buenos. Con una calidad asombrosa en todo lo que hacen, y una presencia absolutamente monumental, los de Illinois tienen gran facilidad para ganarse al público, ya sea abriendo con Art Of Almost, interpretando increíblemente bien Impossible Germany, o con un glorioso punteo de 10 minutos de Nels Cline: lo hacen todo con una brillantez y una aparente sencillez, que hasta parece fácil ser Wilco.

Con tres guitarras, y otras tantas para cada uno de los guitarristas, muchas veces parece que sus canciones son líneas de punteos que se encuentran, se separan para viajar  por leves instantes a lugares preciosos de este mundo, y que luego se reencuentran, enriquecidas y curtidas por la mera capacidad de movimiento y observación. Da la sensación, además, de que Wilco nos enseña cosas, de que hay cierta sabiduría en el contenido de su música: es un discurso que rebasa los idiomas, los acordes, los metrónomos; parece la voz de la experiencia, hablándote íntima y personalmente, calmándote de preocupaciones inútiles. Creo que si todo viviéramos dentro de un concierto de Wilco, nadie tendría miedo, y seguramente acabarían las guerras, los abusos y las hambrunas de amor que enferman este mundo.

Pero la noche aún seguiría yendo a más, como si cada grupo ensalzara al siguiente, presentándonoslos en volandas sobre su propio éxito. Después de Wilco asistimos, probablemente, al que quedará en la memoria como el mejor concierto del Optimus Primavera: Beach House. Eso sí, empezaron tras unas insufribles pruebas de sonido que no deben producirse en un festival de tal magnitud. Legrand y Scally estuvieron igual de inmóviles y crípticos que en Barcelona, pero lograron un resultado eminentemente mejor que en aquel escenario alejado del Fòrum, que tan mal sabor de boca me dejó. Cayeron las barreras, la distancia menguó, y el sonido de los de Baltimore se materializó de una manera intensa, acogedora y ciertamente sobrenatural.

Beach House, con un setlist calcado al de Barcelona, repasando su exitoso último Cd, Bloom, exhalaron calidez a raudales, como si tocaran desde el interior de la cueva de sus propias almas. No hubo la linealidad perfeccionista y distante del concierto de Barcelona: había algo vivo en su música, respirando, tratando triunfalmente de asomar la cabeza; y los ritmos, texturas y capas de que se compone su sonido, pudieron apreciarse clara y deliciosamente, uno a uno: como si cada nota y cada pasaje ambiental de su dream pop sintético fuese una caricia distinta sobre la tez de quien más lo necesita. Cristalinos, densos y gestionando la tensión atmosférica, lograron los Beach House detener el tiempo en el escenario Palco Club; sin duda, uno de los grandes aciertos de la organización, ya que, si bien la afluencia masiva hizo que casi se desbordara el reducido lugar, su forma de gruta posibilitó que el sonido de los de Baltimore sonara como realmente debe sonar: sublime.

Ya solo con lo visto en las últimas horas podíamos irnos tranquilos, pero aún quedaba jugar a la grande, a la que Anthony González se dedicó a echarle órdagos continuamente. Oficiosamente cerraba la segunda noche, y aunque su concierto resultó ligeramente corto, apenas 50 minutos, fue del todo extraordinario. Al igual que ocurriera con Beach House en Barcelona, M83 tocó en el escenario Mini, y ahora opino que debió ser aquello lo que les impidió a ambos plantear un espectáculo tan completo como el de anoche. El francés, acompañado de unos músicos y showmans fabulosos, derrocha energía, de esa celeste y plateada que identificamos con el futuro tecnológico y más sofisticado. Se descubrió shoegazer, amante de rallar la realidad material de su propia electrónica, defensor del poder inalcanzable de una buena batería, y de la melódica galáctica, estratosférica y grandilocuente: de la que mira a las nubes y es capaz de escamparlas.

Lo que tiene la música de M83, además, es que resulta tremendamente fraternal. Da la sensación de que es un producto pensado desde un mañana superior, que nos ha de conducir hacia la salvación y la amistosa conjunción del hombre en el universo. Los teclados ochenteros reactualizados, y esa forma que tiene de introducir la guitarra y el rock de ciencia ficción en la electrónica de masas, hacen de éste un directo imprescindible, hoy en día, para entender de dónde y hacia dónde se mueven las grandes líneas de la música contemporánea. Sigo sin encontrar, de todas formas, esa rítmica de Malik y Herzog, que dice González que inspira últimamente su música. La contemplación no es propia de M83.

Hacía mucho tiempo que no me iba a la cama con una sensación tan maravillosa que proviniera de la música, pero la sucesión de bandas de anoche, y sus extraordinarios directos, hicieron que mi amor por la música se renovara, automáticamente, por uno cientos de años más. Yo La Tengo, Codeine, Wilco, Beach House y M83 son para mí, a partir de ahora, el paradigma de un buen programa musical sin opción al fracaso.

Fotos de Pablo Luna Chao

OPTIMUS PRIMAVERA SOUND. Porto. Día 1




OPS2012. Día 1: Atlas Sound, Yann Tiersen, The Drums, Suede, Mercury Rev y The Rapture

 Ha nacido un nuevo festival, la unión de dos grandes clásicos ibérico: Primavera y Optimus, juntos en Porto. El formato nada tiene que ver con el festival de Barcelona: apenas un par de escenarios (al menos el primer día), y ninguna coincidencia de bandas tocando al mismo tiempo. Los dilemas de elección, entre un cartel que es aproximadamente la mitad que el de su matriz, con muchos de los grupos que ya pudimos ver el fin de semana pasado, no se producen en Porto. El recinto, a orilla del mar, presenta los dos escenarios juntos, con una elevación natural al frente que permite al público divisar bien lo que ocurre aún estando lejos. Césped, buena música, cervezas y comidas algo más baratas y, sobre todo, la oportunidad de enmendar las decisiones tomadas durante el Primavera de Barcelona, o de repetir con aquello que nos fascinó, o incluso con lo que no nos convenció.

La primera jornada, algo más light de lo que nos espera estos días, registró ya una asistencia bastante masiva: algunos de los pesos pesados del cartel no se iban a hacer esperar. Bradford Cox no parecía uno de ellos: tocando él solo frente a un público que ya esperaba a Yann Tiersen, el responsable de Atlas Sound, no parecía tener el caché que lleva cuando lidera a los Deerhunter. Pero ese a que mucha gente todavía seguía en la cola para obtener la pulsera, y a que los que estaban no parecían prestarle excesiva atención, el de Georgia jugó con su guitara y los pedales, convirtiendo el recital de un cantautor en un espectáculo de producción y auto-remezcla in situ. Eso sí, los hits del Parallax, su último trabajo en solitario, sonaron bien claros y reconocibles: porque tampoco hay que confundir tanto al gentío.

Yann Tiersen era otra historia, pero al parecer se ha desligado completamente de su pasado musical y ahora trata de ser uno más. Toca la guitarra, se apoya en aparatitos electrónicos que le permiten desarrollar sus sobresalientes dotes compositivas, y ha logrado modernizar su estilo aunque ello pueda haber significado una ligera pérdida de identidad. Su música alberga hoy en día desde la épica del rock celta hasta ciertos afluentes del shoegaze y el grunge, pero en mi opinión, aunque exhibe un sonido de calidad, compositiva e instrumentalmente, hay algo de indefinición, de exceso, y de querer decir demasiado en sus conciertos. Puede entenderse como un handicap, pero es riqueza musical: no parece saber hacia dónde conducir ahora su evolución, pero mientras siga indeciso, y coquetee con tantos estilos o géneros se le vayan poniendo por delante, habrá gente que esté feliz porque en sus conciertos siempre hay calidad; aunque no sea fácil reconocerle tras su sonido.

Tampoco el público ha de decidir nada, cuando puede abarcarse toda la oferta, en este caso, musical. De no se así, es probable que no hubiera asistido al concierto de The Drums, que aunque tienen la fama, la popularidad, y el ferviente favor del público, no termino de encontrarles el fondo de contenido musical que se espera de las bandas que venden tanto. Tienen un gancho evidente, con ritmos casi binarios endulzados de melodías sencillistas que no son capaces de llenar el espacio de un recinto como este. Las primeras filas registraban una afluencia mayoritariamente joven, tal vez símbolo de lo mucho que le queda a esta banda para llegar a la plena madurez musical. Algo que demostraron los Suede, poco después, con una sola canción, y el primer meneo de caderas de Brett Anderson. Los británicos tienen una inmensa seguridad en sí mismos: no compiten, simplemente ganan.

Su sonido se elevó anoche sobre un público entregado, que pudo comprobar en primera persona el enorme magnetismo que el cantante produce: Anderson, atractivo lo mires como lo mires, bajó en varias ocasiones al foso a dejarse tocar por los fans incondicionales, que respondieron en todo momento. La música, por otra parte, resultó también provocadora, sugerente, y llena de pasión. Muchos de sus grandes éxitos, como Trash o Beauteful Ones, sonaron radiantes y con ese acento amargo tan característico que tienen los Suede, que pese al ligero cambio de tono vocal, sigue activo tras más de dos décadas. Fue un concierto intenso, con apagón incluido, bonito y cargado de momentos de esa magia y entrega que, por ejemplo, le faltó a The Drums. Convencieron, y desenterraron con un prisma suficientemente nuevo las bases del brit-pop.

Después, pese a que en el programa aún estaba marcada la actuación de Explosions In The Sky, aparecieron los Mercury Rev. La substitución no se había confirmado por todos los canales a la hora del concierto, pero muchos fans se habían congregado allí, con la información o la esperanza de que iban a ver a uno de los clásicos alternativos más infravalorados de la escena indie. Montaron un espectáculo potente, basado en la contundencia más que en la velocidad, en un contenido melódico bien trabajado, pero sobre todo apoyado en una batería fuertemente equilibrada en la que se podría basar casi cualquier estilo, pero también una catedral o una construcción concebida para durar siglos. Tocaron francamente bien, con descaro, con ritmo, con vino de Oporto, y con la voluntad sincera y honesta de tratar de hacer de casa instante, de cada canción, un momento imperecedero. Los Mercury Rev, que no se prodigan mucho por estos lares, mostraron ayer una de sus mejores caras.

Pero en el intervalo que lleva de las últimas canciones de una banda al inicio del concierto de otra, como ayer entre Mercuty Rev y The Rapture, pude extraer mi primera conclusión acerca de la naturaleza de este festival. No parece haber espacio para rutas alternativas, de promesas, para evitar el momento hit, y a un público poco fiel que se mueve a otra cosa cuando una banda ya ha cumplido. Pasó con Yann Tiersen, con los Drums, y pasó en el intervalo entre Mercury Rev y The Rapture, cuando la gente abandonaba un escenario ya cantando las canciones que sonarían en el otro. Como si se tratase de simples turnos, cual sesión de Dj de un bar indie cualquiera. Gran parte del público viene atraída, no por la banda, sino por el hit, y eso le resta a los conciertos el mínimo proceso empático necesario para que haya conciertos 10. Al menos eso ocurrió anoche.

Porque la comparación con el Primavera Sound de Barcelona va a ser inevitable, y en ese sentido puedo afirmar que The Rapture, uno de los grandes triunfadores de la edición de la condal, no pudieron estar a la altura de su actuación allí. Tal vez porque el público no respondió de la misma manera, o tal vez porque el aparente cansancio de la banda fue real, pero el caso es que no imprimieron la intensidad, ni el ritmo, ni el plus de electrónica pinchada al repertorio como sí hicieron el fin de semana pasado. Con todo, fue un concierto completo, al que solo se faltó el extra que, cuando sabes que lo tienen y lo pueden dar, da rabia no recibir. Lo pueden hacer mejor, pero el saberlo no desentona demasiado un concierto suyo.

El ejemplo claro de lo que decía antes se pudo apreciar en la forma en la que insertaron Echoes: como la punta del iceberg y el reclamo que todos quería oír. En Barcelona por fin logró ser una más, al servicio de un sonido conceptualizado de otra manera, a la que se adaptó sin problemas. En Oporto, sin embargo, el recital no fue una sesión tan brillante de súper rock, y apareció más aislada, como la pieza básica de un recital convencional de rock. Y eso que eran las mismas dos de la mañana. The Rapture, con Luke Jenner y su gracia natural a la cabeza, han de ser una referencia en sí mismos: han logrado capturar el por qué de su éxito, y lo han conseguido exprimir al máximo con un último disco antológico. Lástima que en su concierto de ayer no pudieran hacer imperar el concepto musical que lleva detrás, frente al empuje de sus éxitos anteriores. Pero insisto, opino que no es culpa suya, tal vez un poco de su cansancio, pero me parece que muchas veces una banda en un concierto solo está a la altura que el público le permite estar. Y The Rapture tiene mucha música, aún más de la que mostró anoche.

Fotos de Pablo Luna Chao.