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THE XX (Coexist, 2012)



El "titovilanovismo" musical.

Corren tiempos difíciles en el mundo occidental. En la carrera (Historia) estudié que durante el período derivado de la crisis del '29 hasta la 2ª GM, prácticamente el 75% de las democracias que por aquel entonces había en Europa y América acabó cayendo frente al avance de una u otra dictadura de corte totalitario. Y por lo general, las vías que utilizaron para tratar de salir de la crisis económica se basaron en mecanismos de control de la población y del trabajo novedosas, retorcidas y alarmantes, aunque quizá más adaptadas a la realidad. Incluso las democracias que sobrevivieron tuvieron que adoptar fórmulas y mecanismos revolucionarios para salir de aquel atolladero (como el New Deal en EEUU). Hoy en día, en cambio, parece que la receta que nuestras élites político-económicas están adoptando es todo lo contrario a 'rompedoras': es la era del continuismo. Entiendo que a quienes les ha funcionado la fórmula opten por esto, como el Barça con Tito Vilanova, o The XX con el Coexist (Young Turks, 2012). Pero este mundo no tiene arreglo si no nos replanteamos ya el modelo de funcionamiento y desarrollo.

Dejaré fútbol y política para otra. En lo que respecta a The XX, el caso es que Romy, Oliver y Jamie acaban de editar su esperadísimo segundo álbum, y lo han hecho con mucha clase: dejándolo colgado en streming la semana previa para que todo el mundo pudiese oírlo y enviárselo a otro ser de este solitario planeta. Varios de los temas, además, habían sido ya presentados al público durante el verano, en la temporada de festivales (aquí, en la Península, en el Primavera Sound y en el Optimus Primavera de Porto). Será, con toda seguridad, uno de los álbumes más reseñados del año; y, como pasó con los móviles en aquella Navidad de '99, será ahora cuando por fin The XX se introduzca en cada casa. Y en cada iPod, y en cada oreja de cada habitante de La Tierra. Ofrecen en él algo muy similar al sonido que les catapultó al éxito precoz, sintetizado y magistralmente conceptualizado en el ya célebre xx (Young Turks, 2009). Coexist es, por tanto, un ejercicio de claro continuismo, y también el cumplimiento del deseo de millones de fans que le pedían al cielo que los XX no cambiasen nunca.

Yo fui uno de esos fans. Por momentos, durante los dos conciertos que he visto de ellos este verano, cuando presentaban lo nuevo, he dudado que pudieran mantener la fidelidad a un sonido tan perfectamente marcado como el que emana de su primer trabajo, pero creo que en líneas generales lo han conseguido con Coexist. Ni lo superan ni lo igualan, pero sí se parece bastante a lo que todos queríamos. Me pregunto, sin embargo, hasta cuándo les durará la frescura y la dosis mínima de originalidad si se siguen manteniendo en el acotado espectro musical que define su trabajo. Tal vez vayan explorando poco a poco desde las pequeñas  y sutiles diferencias que ya apreciamos ahora, a la espera de hacia dónde las mareas estéticas y estilísticas de la música decidan llevarles. Porque si algo tienen The XX es que son actuales, modernos, una innovación en pleno proceso: tal vez el funesto y vacío reflejo y el eco musical de una era, la tecnológica, que hemos inaugurado sin apenas ser conscientes.

Pero admitámoslo: el xx es un disco irrepetible, probablemente uno de los 10 mejores de la década pasada, así que por mucho continuismo que haya en su segundo trabajo, llaman poderosamente la atención las pequeñas diferencias, porque lo son con respecto al canon, a la perfección. En primer lugar está claro que los espacios creados son más abiertos (una pista: la portada blanca frente a la negra del anterior álbum), de techos más liberados y una planta menos gótica e intimidatoria. Obviamente, el sonido se sigue caracterizando por eso mismo: por la techumbre de aristas que dibuja Romy con su guitarra, con la misma guitarra, los suelos que crea Oliver con el bajo, y el espacio resultante que rellena metonímicamente Jamie desde la electrónica. En ese sentido, en segundo lugar, creo que el todo que se intuye bajo el silencio y el mínimal es menos concreto y depurado: un discurso ligeramente menos homogéneo, claro y monolítico. El leitmotiv se difumina.

Porque aunque el dúo de cuerdas y voces, y su eco reflejado en los aparatos de Jamie sigue siendo el hilo conductor, hay una leve ampliación de recursos sonoros, e incluso rítmicos en el Coexist (en tercer lugar; y segunda pista: la X de la portada contiene colores derivados de la deformación del negro). Que está muy bien, pero es una apertura con respecto al sonido totalitario del xx. Es un poco lo que me temía: que desbarataran esa sensación diáfana de feng sui musical decorando en exceso los espacios tan brillantemente creados. Por otra parte, hay que decir que los famosos fraseos de guitarra de Romy, tan mesiánicos, únicos y gemelos al mismo tiempo en el xx, resultan un tanto menos originales esta vez: son lo mismo, pero no son iguales. Digamos que en general dicen más o menos lo mismo (aunque observado bien vemos que es algo menos que más) pero utilizando más material música, más discurso, más palabras, más notas. Y eso, teniendo en cuenta la filosofía artística de The XX, creo que es un importante pero.

Destacan además varias canciones, cosa que no pasaba antes. Reunion, por esa utilización del hang (aunque pueda ser ficticio), por la evolución interna del ritmo, y por las pinceladas gordas y finas de Jamie. Missing, porque es, probablemente, la única canción realmente arriesgada del Cd: distinta, pero el paso que tal vez esperábamos de verdadera confirmación. De las pocas que cabría bien en el xx. Ahora sabemos que el límite está en su primera obra, porque el Cd no marca la tendencia infinita que, en concreto, sí tiene Missing. Chained, Sunset, Tides y Swept Away le dan un pulso más al ritmo, aunque no parezcan muy razonados o pensados los momento de meter semejantes variaciones métricas. Que tampoco están mal. Son, además, los temas que más se calcan de la sombra de los temas de su anterior obra: como si bastara con remezclarles el ritmo para darle continuidad al asunto.

En resumen, opino que las pequeñas diferencias sí que son capaces de romper un poco el encanto del concepto musical que The XX presentó al mundo con su ópera prima. Sorprendentemente, no porque hayan optado por un cambio brusco de dirección, todo lo contrario: precisamente por mantenerse en una línea continuista es por lo que se desenmascaran tan bien las sutiles diferencias que, por fuerza, ha de haber entre dos discos a los que quieras llamar con nombre diferente, y que decepcionan un poco. No obstante, como es obvio, si presenta un alto porcentaje de ingredientes en común, y los mecanismos que hicieron de xx una obra a emular, es normal que el resultado, aunque en mi opinión levemente peor, sea bastante sobresaliente. Seguirán siendo, de todas maneras, los mismos románticos post-modernos, de la era digital, que imaginan el medievo, la era del gótico, como un lugar solitario y lúgubre, pero increíblemente fantástico. Y así lo transmiten: un lugar para evadirse y para soñar.

Fotos de Pablo Luna Chao (tomadas en el Primavera Sound y en el Optimus Primavera de Porto).

También disponible en Alta Fidelidad.


OPTIMUS PRIMAVERA SOUND. Porto. Día 3



OPS2012. Día 3: Siskiyou, Spiritualized, I Break Horses, Dirty Three, The Weeknd, Washed Out, The XX y John Talabot.

El sábado amaneció frío y gris, con una llovizna fina pero constante de esas que te empapan sin que te des cuenta. Auguraba una tarde noche complicada, incómoda y con mucho barro y césped mojado y resbaladizo en el recinto del festival. Y en circunstancias así uno tiende a pedirle a los grupo un extra de compromiso y entrega; ellos, a sabiendas de que un bajón de ritmo o de intensidad puede hacer que la gente, embutida en chubasqueros, capuchas y bajo inútiles paraguas, se marche de su recital, tenían que ofrecer lo mejor de sí mismos. Muchos así lo hicieron; otros se quedaron por el camino.

La jornada empezó para mí con Siskiyou. Hay algo en su música que incita a la lluvia a seguir cayendo, pero logran integrarla en la decoración ambiental que genera su sonido, florido y campestre, y con esa tendencia que tiene el folk, en especial el del norte estadounidense y el de la Columbia Británica, de casar tan bien con los fenómenos naturales. Colin Huebert comenzó en solitario el proyecto, pero para el directo se rodea de otros tres componentes, que con banjos y guitarras, junto a su batería y otros instrumentos rítmicos que comparten, otorgaron a Siskiyou una apariencia algo más corpórea y sólida. Demostraron carácter bajo la lluvia, crecidos ante la adversidad, confiando en su dulzura y en la bondad que irradia su música. Recordaron a Arcade Fire, en versión acústica, precisamente por esa inocencia cordial, inmensamente creativa, e incluso infantil, que libera y muestra al niño que ambas bandas llevan dentro. 

Probablemente el peor momento de lluvia y viento fue poco después, durante el concierto de Spiritualized. Pero a Jason Pierce (aka J. Spaceman) le habían dicho sur de Europa, y él se plantó en mangas de camisa y con gafas de sol. Y contagió a todos. Rodeado por una banda a la que se sumaron dos mujeres de piel y voces negras, que engalanaban el fondo de armario gospel de Lord Let It Rain On Me, por ejemplo, Pierce realizó una actuación soberbia de principio a fin. Dieron exactamente el plus que requería la situación, con un ritmo constante, siempre altivo, en ligera inclinación ascendente, arrogante en la medida justa, y derrochando espiritualidad rockera en todo momento. Su space rock vestido de clásico resulta más terrenal en directo de lo que podría pensarse: las ondulaciones de la explosiva psicodelia que practican parecían adaptadas a la empapada orografía del lugar. Los británicos salvaron la tarde a base de esa energía extra que tienen, como si sus pilas durasen más y pudieran seguir tocando indefinidamente.

Spiritualized infundió ánimos a quien lo necesitara, con un sonido que parece querer decir que todo se supera, con solo un poco de esperanza y algo en que apoyarse. Y lo creímos, hasta que tuvo que cancelarse el concierto de Death Cab For Cutie, debido a que su escenario estaba completamente encharcado. Durante más de una hora, y mientras los técnicos trataban de taparlo y secarlo, los fans permanecieron a la espera frente al escenario Optimus, abrigados y cubiertos con los chubasqueros que la organización repartió, pareciendo una extraña manifestación de fantasmas a la espera de algo de ternura pop-rockera. Pero no hubo manera. I Break Horses, por tanto, tuvo más público del esperado.

Los suecos se presentaron crípticos, envueltos en nubes de humo y luces, y en una atmósfera densa recorrieron los pasajes en espiral de su dreampop hipnótico. La voz de Maria Linden, encaramada a su teclado vaporoso, sonó como proveniente de un lugar muy profundo hundido en lo onírico, atravesando las capas instrumentales de texturas elegantes, tupidas y dilatadas de que se compone su música. El concierto apenas duró 35 minutos, por supuestos problemas técnicos, pero tampoco es que su corto Cd de debut, Hearts, dé para mucho más. Lo compensaron con un directo compacto, digno de una banda con más años de experiencia, y con la sensación de que perpetran algo grande con que reventar la escena indie del norte de Europa. Formaron parte, como Siskiyou o Dirty Three, del grupo de bandas que se unieron a la lluvia en lugar de luchar contra ella: su sonido es de los que se escuchan junto a una ventana empañada, los domingos, cuando fuera se desata la tormenta. Aunque a veces se confunda, muchas veces, en la densidad y la aparente dispersión descansa la energía de muchas bandas desde los ’80.

De los cuatro escenarios que había el viernes y el sábado en el festival, solo uno de ellos estaba cubierto: aquella gruta desde cuyo fondo sonó la obra de arte de Beach House la noche anterior. Parecía irremediable que la gente se congregara allí, tocase quien tocase, pero había grupos que tal vez ganaban en morbo con las condiciones meteorológicas. Dirty Three, como decía antes, fue uno de los grupos cuyo sonido se podía adaptar bien a las circunstancias, y su recital ganó en épica e intensidad gracias a ello. Como los buenos partidos de fútbol del norte. El trío australiano estuvo enorme haciendo lo que hacen: una amalgama de estilos basados en la estética y la estructura post-rockera instrumental, particularizada con los detalles de un violín volador, una guitarra poderosa y sutil a la vez, y una batería de free jazz que hacía enloquecer a su extravagante frontman.

Warren Ellis es un tipo pintoresco: su grosero semblante, enmarañado en una tupida y larga barba gris, asustaría a cualquier niño antes de dormir, así como su actitud polémica, impulsiva y, por momentos, aparentemente enrabietada. Pero es un músico extraordinario, integrado en una banda con serias aspiraciones musicales, y un alma en aparente estado de alerta. Aunque sus discos, poco a poco, se haya ido dulcificando, mantienen sobre el escenario esa característica potencia en los desarrollos, en la evolución de cada canción, que hace que el rock se te meta dentro y gobierne sobre tu cuerpo. Parece mentira que la guitarra de Mike Turner pueda pesar tanto. Dirty Three montó un baile de brujos sobre el césped empapado del recinto del Optimus Primavera, dirigido por los gritos insaciables de desahogo de Ellis, muy suyos.

Oscurecieron el cielo, y me convencí de la necesidad de cobijo. Entre Lee Ranaldo y The Weeknd, por tanto, simplemente ganó el que tocaba bajo techo. El joven Abel Tesfaye mueve masas más allá de la adolescencia, pero bordeando el aspecto de hit prefabricado para despertar la sexualidad de las nuevas generaciones. Sacó su vozarrón, sus canciones de electrónica, R&B, y soul remezclado con dubstep, interpretadas por una banda con contundencia instrumental, y encendió a un público tremendamente entusiasta. El canadiense podría englobarse, de alguna manera, en la misma línea revolucionaria que protagoniza James Blake con la unión de la voz típica del soul, y la electrónica más sofisticada y constructiva. En este caso, me defraudó la pose única de Tasfaye, quien solo dio muestras de dominar el primer apartado. No obstante, ofreció un concierto bien preparado y mejor producido, dando a entender que su éxito, al menos de manera aparente y superficial, sí está basado en ciertas cualidades musicales de verdad.

A última hora del sábado, a la vez que el tiempo daba una pequeña tregua, se abría el abanico de opciones: descartados Afghan Whigs, Kings Of Convenience o Lee Ranaldo por coincidencias, decidí descartar también Saint Etienne por simple avituallamiento. Cerrarían el festival, para mí, Washed Out y The XX, y tal vez un poco de John Talabot.

Ernst Green, el responsable principal de Washed Out, ya me había decepcionado hace unos meses en Barcelona, cuando no supo darle al público de Razzmatazz ni lo que quería, ni lo que sonaba en el disco. El sábado en el Opimus Primavera sí supo interpretar su música acorde a las circunstancias: con más fuerza en el ritmo, más electrónica binaria y más peso y contenido musical entre manos. Pero a cambio, por una parte, hizo desaparecer la esencia del atractivo de su disco, Within And Without, olvidando por completo los detallitos sutiles que revisten de discretos brillantes de diseño unas melodías sedosas y etéreas. Y por otra, recordó en exceso a la fórmula de M83, utilizando descaradamente gran parte de sus recursos decorativos, y mucha de la actitud estratosférica, elementos que han llevado al francés, ahora, al estrellato. Desgraciadamente, parece que va a ser imposible encontrarse en directo con la versión de Washed Out que a todos nos encandiló, la del disco: segura de sí misma.

The XX también darían una versión distinta de sí mismos, poco después, ante un gentío sediento de escuchar su inconfundible sello. Croft, Sim y Smith presentan un recital cuidado hasta el mínimo detalle, basado en la pulcritud, el contraste claroscuro, en el sempiterno leitmotiv de guitarra y bajo tan reconocible, y en la espacialidad metonímica más elegante que se recuerda en años. Lo hicieron, no obstante, con un ritmo más cadencioso aún de lo habitual, como si hubieran podido controlar y detener el tiempo a su antojo. Por momentos pareció que les faltaba algo, que al dilatar demasiado su música se abrían demasiado al espacio abierto. Que sus canciones no eran más que estrellas en el cielo. Eso pensé mientras permanecí a un lado del escenario, en la salida del foso de fotógrafos, pero mi opinión cambió cuando busque una posición más centrada.

Tal vez sí hubo algo de polémica en la actuación de The XX: flojos en el ritmo, que a esas alturas de festival cuenta mucho, lentos y en apariencia vacíos, decepcionaron a unos cuantos. Pero desde la posición adecuada me pareció que sonaban a lo que ellos querían: distintos, recuperando terreno en esa vertiente oscura de su dualidad, recuperando el misterio de lo desconocido que hay en ellos, tras haberlo desvelado al mundo con su éxito. Conocidas ya, centímetro a centímetro, todas las paredes de la casa de The XX, esta vez, construyeron su directo con enormes tablones de cristal, para que todos pudieran mirar su interior. El problema, tal vez, es que muchos al mirar no vieron nada. Presentaron todo su primer disco, XX, de rotundo éxito, y parte del nuevo material que tiene prevista su salida al mercado en la segunda parte de este año. Todo medido, en una sesión tendida en el firmamento. Visto bien, el de The XX fue uno de los conciertos del festival.

Después no quedó más que un breve rato de sesión de John Talabot, que como en Barcelona, venía acompañado de Pional. Apenas llegué a un cierre, ya clásico, con Destiny. La fama de este chico fuera de España no sorprende por la calidad que atesora, pero sí por la poca exportabilidad tradicional de nuestros productos. Nadie dudó en ir a verle, pero entre el cansancio y la mojadura de un día muy duro, y lo ralentizado que quedó el ritmo de la noche, muchos rezagados o llegaron tarde, o se fueron directamente a casa. Parra mí, fue quien cerró una muy buena primera edición de Optimus Primavera Sound Porto.

Fotos de Pablo Luna Chao.

PRIMAVERA SOUND 2012. Día 1



PS2012. Día 1: Unicornibot, Archers Of Loaf, Afghan Whigs, Mazzy Star, Wilco, The XX, Spiritualized y John Talabot.

Ayer jueves se abrió el recinto del Fórum en Barcelona para una nueva edición del San Miguel Primavera Sound: música a raudales hasta el domingo, en un festival que con los años se ha venido erigiendo como uno de los más importantes del panorama independiente en Europa. El programa del primer día hizo que rápidamente olvidáramos el prólogo del miércoles del Arc del Triomf: las exigencias de movilización de un escenario a otro añaden un importante plus de fatiga, pero lo compensan nueve escenarios de impecable calidad de sonido, y un amplísimo abanico de posibilidades que, como siempre, generó grandes dilemas entre actuaciones que se solapaban. Este es el resumen de mis doce horas en el recinto.

Mi primer objetivo fue Unicornibot, el último pelotazo de la prolífica factoría gallega. Los de Pontevedra son un cuarteto instrumental potente y de calculada y precisa desmesura. Practican un math rock progresivo, donde cada nota forma parte de un todo intrincado, laberíntico y geométrico, muy deudor de Tool o Battles, pero con los dedos bastante más inquietos e imprevisibles. Con solo licor café como combustible, y unas ganas tremendas de sacar a borbotones la música que llevan dentro, los Unicornibot dieron un caudaloso concierto donde exhibieron gran parte de su segundo y último trabajo, Dalle! (Matapadre, 2012). Su música bien podría compararse a la arquitectura de alguna de las grandes civilizaciones de la antigüedad: maestros constructores, los gallegos también tienen esa innata habilidad para juntar enormes bloques de pesada piedra, y hacer que el resultado sea algo sencillamente monumental.

Antes de que se pusiera el sol tenía prevista seguir endureciendo mi piel con más piezas de rock candente, y la posibilidad de ver a los veteranos Archers Of Loaf, juntos de nuevo, sobre un escenario, se postulaba como la mejor opción. Da gusto comprobar cómo hay gente que envejece de manera tan inadvertida: los de Chicago tal vez entraron en hibernación a finales de los '90, y al despertar han mantenido intactas las aristas mansas de su indie-grunge. Pero aunque el estado físico e interpretativo de Erich Bachmann (guitarra y voz), Matt Gentling (bajo) y compañía no parezca resentirse demasiado por el declive del género al que pertenecen, sí se les nota ya un poco fuera de contexto. Su música es plenamente frontal y no parecen esconder o reservar nada para la sorpresa o para el trabajo de los ingenieros de sonido: un juego, el de la producción creativa, al que tal vez hayan llegado un poco tarde.

En ese sentido, los Afghan Whigs son un ejemplo justo de lo contrario: puede que su música también nos transporte a una época donde aún se permitía la canalización del romanticismo a través de la música y las baladas, pero se nota que la exploración musical de Greg Dulli, centrado ahora en The Twilight Singers, no ha cesado durante los más de diez años en los que la banda como tal no trabaja en el estudio. La esencia sigue siendo la misma que cuando se convirtieron en el primer grupo grunge de fuera de Seattle que firmaba con Sub Pop, con ese característico sello emocional, vehemente y por momentos ardiente. Tal vez por eso se han convertido en un grupo de culto durante su separación. Centraron la actuación en sus últimos tres álbumes: Gentleman (Elektra, 1993), el más celebrado y aplaudido, Black Love (Elektra, 1996) y 1965 (Columbia, 1998), dándole un mayor empaque y un revestimiento más preciosista a temas como Uptown Again o When We Two Parted con arreglos instrumentales in situ. Ésta última, junto a My Enemy, marcaron seguramente los momentos más altos de un recital que, con todo, ha significado un regreso más que digno de los Afghan Whigs a los escenarios.

La siguiente parada de mi ruta por la primera jornada de Primavera Sound era el concierto de Mazzy Star, otra vieja gloria de los '90 que nunca nos ha abandonado. Pese a que sus disco no se cuentan ni con los dedos de una mano, la banda liderada por Hope Sandoval ha seguido aumentando su volumen de fans debido, seguramente, a un sello vocal que no ha pasado nunca de moda: artistas como PJ Harvey, Cat Power o Leslie Feist han cosechado últimamente grandes éxitos, basados en elementos, en cierta medida, comunes a ellos. La cantante, severa y taciturna, dirige a su banda con miradas de acero y sentimientos muy profundos. Y pese a que comenzaron más fríos de lo cabía esperar, como preservando una distancia prudencial entre los sentimientos expresados en sus discos y el público, el concierto fue adquiriendo una forma, y desenterrando un contenido, que revelaron unas inquietudes musicales más alternativas, oscuras y conspicuas de lo que cabía imaginar por su trabajo de estudio. Los californianos fueron abriendo las esencias de la psicodelia, del country, del post-rock, y hasta del shoegaze sin previo aviso, como dejando caer chaparrones de intensa marea emocional tras un velo de cierto retraimiento.

Los que no dieron ni un solo síntoma de inhibición fueron los Wilco, minutos después en el escenario más grande. Porque lo de este grupo son palabras mayores: son una ofrenda de riqueza, naturalidad y brillantez puesta al servicio de la buena música. Tweedy y compañía dieron un concierto de los que hacen saltar las lágrimas, incluso las de quienes pensamos que sus discos, aunque sobresalientes, son un poquito aburridos. Saltaron al ruedo en semi acústico, enseñando las costuras que unen el sonido y la personalidad de cada integrante de la banda: al mirarlos uno solo puede pensar que tocar como lo hacen ellos debe ser lo más parecido a hacer el amor conjuntamente, a practicar una orgía de amor y arte a la vista de todo un mundo boquiabierto. Pero es que luego, con Art Of Almost, llevaron tan al extremo sus cualidades, en un fundido de distorsión y notas en picado, que parecía que podían abrir una brecha entre el público, como hizo Moisés con las aguas del Mar Rojo.

Jeff Tweedy, elegantísimo con sombrero blanco y chaqueta de hombre de costa, curtido y satisfecho, me llamó la atención, claro: con esa voz que parece la de un joven de 20 años, y con esa delicadeza que tiene al decir las verdades. Pero aluciné con Nels Cline. El hombre conoce la guitarra que toca mejor que cualquier otra parte de su cuerpo, y además de puntear de manera gloriosa en Impossible Germany, entre otras, manejaba ciertos hilos electrónicos y dejaba escapar los granos precisos en cada distorsión. He comprobado, por tanto, que es cierto eso que dicen de que los conciertos de Wilco son un caso a parte: su directo supera con creces, para mi gusto, al material ofertado en sus discos. Demuestran ser unos músicos de primer orden, y que son capaces de lograr algo francamente difícil, pero que se da en ocasiones: que mientras estás en un concierto suyo no existe para ti otro grupo en el planeta.

Eso ocurre hasta que tu mente vuelve a pisar la tierra y te das cuenta de lo que viene a continuación: The XX, y en el escenario más alejado, el Mini. Su concierto registró una afluencia masiva, como los abanderados de la música nueva más vanguardista que son. Su fórmula: un sonido minimalista y de arquitectura espaciosa que abre claraboyas en la nocturnidad más sugerente que se recuerda, quizás, desde Portishead. Romy Madley Croft, a la guitarra, Oliver Sim al bajo, y Jamie Smith, con un armamento espectacular de aparatos electrónicos, presentan una imagen que tiende a la simetría, al orden y a una elegante discreción. Pero su sonido, además de transmitir todo eso, funciona también de sofisticada fuente de liberación para el público, que se siente libre bajo el cielo estrellado, mientras ellos lo tienen bajo los pies (pantallas de móviles, cámaras, iPods, etc).

Bajo y guitarra a dúo, como las voces de sus portadores. Nunca hablan todos a la vez, los cuatro, pero comparten exactamente el mismo discurso: espacios abiertos, pinceladas firmes, cuerdas tensas y luces que dan sosiego y confianza para cuando nos toca caminar solos por la vida. Un discurso, además, que está íntimamente armado por el costurero mayor del Reino, Jamie XX, en un esfuerzo encomiable de sutileza y de interpretación de unas partituras que, de no ser por el peso de las bases que aporta, se volarían y acabarían perdiéndose en el oscuro firmamento como un globo desprendido de la mano de algún niño. Con todo, fueron de menos a más, con algún acople malsonante y un nervio que todavía no está hecho a prueba de bombas. Presentaron su ya célebre XX (Young Turks, 2009), y lanzaron alguna pieza de lo que será su segundo disco, que pronto verá la luz. Temas con algo más de decoración, pero con el mismo perímetro y material con el que han erigido su monumental buena fama. The XX tendrá mucho que demostrar en su próximo trabajo, pero obras como la Intro de su primer disco, o Night Time, dos de las canciones más aclamadas anoche, son difícilmente repetibles.

Los londinenses nos regalaron uno o dos momentos de esos que recuerdas años más tarde: se fueron entonando; y, sin que nos diéramos cuenta, lograron extraer de nosotros toda la energía empática que les hacía falta para sentirse cómodos del todo. El problema es que, por lo menos a mí, me dejaron sin un ápice de fuerza para seguir moviéndome por el recinto y, además, prestar atención. Me dejé ir en Spiritualized, que fue un espectáculo precioso, ejempo de cómo el fluir de la música puede integrarse en la musculatura de un cuerpo. Y mi percepción solo logró convencer a mi mente de que retuviera el fantástico juego vocal que ofreció el cantante en compañía de dos mujeres del gospel. Después, como buscando un chute de energía en la música electrónica de baile, me acerqué a la sesión/concierto de John Talabot, el fenómeno del deep house español, uno de los artistas nacionales más exportables y exportados últimamente. El barcelonés, acompañado de otro músico con el que compartía mesa y aparatos, estuvo todo lo contundente que cabía imaginar. Una montaña de decibelios puestos al servicio de un montón de piernas aún con ganas de moverse. Pero lo que fueron las mías, en cuanto Talabot echó el cierre, solo pudieron ya dirigirse hacia un lugar: mi casa. 

Fotos de Pablo Luna Chao.

THE XX



En este caso sí: es oro, y reluce.

A estas alturas no voy a descubrirle a nadie esta banda: fueron el pelotazo británico de 2009, ganadores del Mercury Music Prize de 2010 y, hoy por hoy son uno de los mejores reclamos que cualquier festival podría tener. Ya todos saben que The XX son Romy Madley Croft, Oliver Sim y James Smith (también conocido como Jamie XX), tres veinteañeros que se conocieron en la londinense Elliott School (cuna de Burial y de Hot Chip) hace algunos años, que al editar hace 3 su álbum de debut fueron recibidos al nacer por los brazos abiertos del éxito. Ni siquiera es fácil especificar qué género fue el que revitalizaron con su XX, porque lo que hacen es tan atractivo como insólito. Electrónica indie, downtempo, post-punk minimalista: es realmente complicado ponerle adjetivos a la música que hacen los chicos de The XX.

Hoy por hoy ya todos conocemos y reconocemos su sello, su inconfundible morfología musical: su sonido resulta el paradigma de hasta dónde ha llegado a inculcarse la electrónica en casi toda producción musical contemporánea: sutil pero determinante, resulta hoy un elemento ineludible para seguir innovando y descubriendo nuevas fórmulas. Enmarcable en una línea que empieza en el Kid A de Radiohead, y cuya última parada fue el Lp de debut de James Blake, la electrónica de The XX parece tener algo de genético, y se transforma en algo más que un simple lenguaje: es la capacidad creadora de Jamie Smith, la facultad divina de manipular una realidad, sonora, pero igualmente palpable.

Porque en realidad, la base de The XX es la combinación de dos voces, una guitarra cruda de distorsión hueca, y un bajo capital, con el moldeado electrónico y rítmico que le da constantemente Smith desde el fondo: un matiz determinante, una ingeniería silenciosa pero gigantesca que ha erigido un hermosísimo y sólido palacio de cristal. De aristas elevadas y luminosas, el espacio que levantan los británicos parece fruto de la magia y la sencillez, pero la laboriosidad con que se engarzan cada compás uno con otro, cada ritmo con el siguiente, cada nota con su reflejo en el eco, y cada tema con el que va después, solo puede ser obra de un visionario y de un superdotado para la composición y la producción. Juegan, además, con una vocación ochentera y post-rockera, tendente a la oscuridad, mezclada con los solemnes reflejos de luz que entran desde unos puntos de fuga siempre elevadísimos. Nadie hace estructura de techos tan altos como los que nacen del sonido de The XX.

XX es uno de esos excepcionales Cds con plena coherencia interna: puedes escucharlo de principio a fin sin pestañear, y cuando termina aún te quedas con ganas de ponerlo otra vez desde el principio. Tiene un clarísimo leitmotiv y no se aleja de él ni un instante; orbitando a su alrededor siempre a la misma velocidad de crucero, con variaciones imperceptibles y graduales que generan suaves cambios de tiempo y temperatura. Y la constante es ese ritmo downtempo, esas voces desnudas que brillan en la oscuridad, las guitarras de una cuerda que marcan ellas solas el pulso, el eco modulado y dominado por Smith, y ese sonido que transpira de la soledad y el silencio y se transparenta, dibujando los pliegues delicados de ese cuerpo que hay debajo que no se ve ni se oye, pero se intuye. Porque The XX son otros que hacen pura metonimia musical.

Por eso, entre otras cosas, es complicado distinguir hits que sobresalgan sobre los demás; da la impresión de que cada canción supera a la anterior, y que esa, la que suena en ese momento, sea cual sea, es la mejor del Cd. Pero es que además, es el todo lo que nos gusta, y las canciones son esas pequeñas partes que nos muestran. Es la metonimia: la parte por el todo. Creo que una de la cosas por las que gusta tanto este XX es precisamente porque resulta un discurso único subdividido en 11 piezas que encajan a la perfección, que forman un todo al que no le falta ni le sobra una sola nota. Canciones unidas por un parentesco clarísimo que va más allá del estilo y de la mente que las concibió.

Por elegir un algún momento que me sobrecoja especialmente, mencionaré ese ya mítico inicio de Intro, con guitarra y teclado nomás, un bombo digital: la primera palabra, sin letra, de un discurso tan íntegro como atractivo. O la segunda parte de la intimísima Heart Skipped A Beat, cuando gotea un teclado en arpegio, desde el helado techo alto hasta el oscuro suelo de mármol ligero, mientras crece el dúo de voces y la base de cuerdas. O la enigmática Fantasy, con ese canto entre la niebla, y ese único punteo final escalofriante. O la distorsión hueca y metálica de Shelter. O Night Time, quizá la mejor de todas. Tal vez sea porque al ser de las últimas parece resumir todo lo dicho hasta ahora, pero si tuviera que quedarme solo con una de todo el disco, creo que me quedaría con esta.

Es posible que estos chicos estén ante uno de los retos más complicados que se han presentado en el mundillo de la música en los últimos años: superar el XX, o al menos estar un poco a su altura. Según tengo entendido, su segundo álbum verá la luz en breve, y no tendrá mucho que ver con su primer trabajo. Veremos si es un acierto o por el contrario se desvanece su encanto. Hagan lo que hagan, le han regalado al mundo una pieza única, una obra de arte de la electrónica y la música moderna.