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OPTIMUS PRIMAVERA SOUND. Porto. Día 3



OPS2012. Día 3: Siskiyou, Spiritualized, I Break Horses, Dirty Three, The Weeknd, Washed Out, The XX y John Talabot.

El sábado amaneció frío y gris, con una llovizna fina pero constante de esas que te empapan sin que te des cuenta. Auguraba una tarde noche complicada, incómoda y con mucho barro y césped mojado y resbaladizo en el recinto del festival. Y en circunstancias así uno tiende a pedirle a los grupo un extra de compromiso y entrega; ellos, a sabiendas de que un bajón de ritmo o de intensidad puede hacer que la gente, embutida en chubasqueros, capuchas y bajo inútiles paraguas, se marche de su recital, tenían que ofrecer lo mejor de sí mismos. Muchos así lo hicieron; otros se quedaron por el camino.

La jornada empezó para mí con Siskiyou. Hay algo en su música que incita a la lluvia a seguir cayendo, pero logran integrarla en la decoración ambiental que genera su sonido, florido y campestre, y con esa tendencia que tiene el folk, en especial el del norte estadounidense y el de la Columbia Británica, de casar tan bien con los fenómenos naturales. Colin Huebert comenzó en solitario el proyecto, pero para el directo se rodea de otros tres componentes, que con banjos y guitarras, junto a su batería y otros instrumentos rítmicos que comparten, otorgaron a Siskiyou una apariencia algo más corpórea y sólida. Demostraron carácter bajo la lluvia, crecidos ante la adversidad, confiando en su dulzura y en la bondad que irradia su música. Recordaron a Arcade Fire, en versión acústica, precisamente por esa inocencia cordial, inmensamente creativa, e incluso infantil, que libera y muestra al niño que ambas bandas llevan dentro. 

Probablemente el peor momento de lluvia y viento fue poco después, durante el concierto de Spiritualized. Pero a Jason Pierce (aka J. Spaceman) le habían dicho sur de Europa, y él se plantó en mangas de camisa y con gafas de sol. Y contagió a todos. Rodeado por una banda a la que se sumaron dos mujeres de piel y voces negras, que engalanaban el fondo de armario gospel de Lord Let It Rain On Me, por ejemplo, Pierce realizó una actuación soberbia de principio a fin. Dieron exactamente el plus que requería la situación, con un ritmo constante, siempre altivo, en ligera inclinación ascendente, arrogante en la medida justa, y derrochando espiritualidad rockera en todo momento. Su space rock vestido de clásico resulta más terrenal en directo de lo que podría pensarse: las ondulaciones de la explosiva psicodelia que practican parecían adaptadas a la empapada orografía del lugar. Los británicos salvaron la tarde a base de esa energía extra que tienen, como si sus pilas durasen más y pudieran seguir tocando indefinidamente.

Spiritualized infundió ánimos a quien lo necesitara, con un sonido que parece querer decir que todo se supera, con solo un poco de esperanza y algo en que apoyarse. Y lo creímos, hasta que tuvo que cancelarse el concierto de Death Cab For Cutie, debido a que su escenario estaba completamente encharcado. Durante más de una hora, y mientras los técnicos trataban de taparlo y secarlo, los fans permanecieron a la espera frente al escenario Optimus, abrigados y cubiertos con los chubasqueros que la organización repartió, pareciendo una extraña manifestación de fantasmas a la espera de algo de ternura pop-rockera. Pero no hubo manera. I Break Horses, por tanto, tuvo más público del esperado.

Los suecos se presentaron crípticos, envueltos en nubes de humo y luces, y en una atmósfera densa recorrieron los pasajes en espiral de su dreampop hipnótico. La voz de Maria Linden, encaramada a su teclado vaporoso, sonó como proveniente de un lugar muy profundo hundido en lo onírico, atravesando las capas instrumentales de texturas elegantes, tupidas y dilatadas de que se compone su música. El concierto apenas duró 35 minutos, por supuestos problemas técnicos, pero tampoco es que su corto Cd de debut, Hearts, dé para mucho más. Lo compensaron con un directo compacto, digno de una banda con más años de experiencia, y con la sensación de que perpetran algo grande con que reventar la escena indie del norte de Europa. Formaron parte, como Siskiyou o Dirty Three, del grupo de bandas que se unieron a la lluvia en lugar de luchar contra ella: su sonido es de los que se escuchan junto a una ventana empañada, los domingos, cuando fuera se desata la tormenta. Aunque a veces se confunda, muchas veces, en la densidad y la aparente dispersión descansa la energía de muchas bandas desde los ’80.

De los cuatro escenarios que había el viernes y el sábado en el festival, solo uno de ellos estaba cubierto: aquella gruta desde cuyo fondo sonó la obra de arte de Beach House la noche anterior. Parecía irremediable que la gente se congregara allí, tocase quien tocase, pero había grupos que tal vez ganaban en morbo con las condiciones meteorológicas. Dirty Three, como decía antes, fue uno de los grupos cuyo sonido se podía adaptar bien a las circunstancias, y su recital ganó en épica e intensidad gracias a ello. Como los buenos partidos de fútbol del norte. El trío australiano estuvo enorme haciendo lo que hacen: una amalgama de estilos basados en la estética y la estructura post-rockera instrumental, particularizada con los detalles de un violín volador, una guitarra poderosa y sutil a la vez, y una batería de free jazz que hacía enloquecer a su extravagante frontman.

Warren Ellis es un tipo pintoresco: su grosero semblante, enmarañado en una tupida y larga barba gris, asustaría a cualquier niño antes de dormir, así como su actitud polémica, impulsiva y, por momentos, aparentemente enrabietada. Pero es un músico extraordinario, integrado en una banda con serias aspiraciones musicales, y un alma en aparente estado de alerta. Aunque sus discos, poco a poco, se haya ido dulcificando, mantienen sobre el escenario esa característica potencia en los desarrollos, en la evolución de cada canción, que hace que el rock se te meta dentro y gobierne sobre tu cuerpo. Parece mentira que la guitarra de Mike Turner pueda pesar tanto. Dirty Three montó un baile de brujos sobre el césped empapado del recinto del Optimus Primavera, dirigido por los gritos insaciables de desahogo de Ellis, muy suyos.

Oscurecieron el cielo, y me convencí de la necesidad de cobijo. Entre Lee Ranaldo y The Weeknd, por tanto, simplemente ganó el que tocaba bajo techo. El joven Abel Tesfaye mueve masas más allá de la adolescencia, pero bordeando el aspecto de hit prefabricado para despertar la sexualidad de las nuevas generaciones. Sacó su vozarrón, sus canciones de electrónica, R&B, y soul remezclado con dubstep, interpretadas por una banda con contundencia instrumental, y encendió a un público tremendamente entusiasta. El canadiense podría englobarse, de alguna manera, en la misma línea revolucionaria que protagoniza James Blake con la unión de la voz típica del soul, y la electrónica más sofisticada y constructiva. En este caso, me defraudó la pose única de Tasfaye, quien solo dio muestras de dominar el primer apartado. No obstante, ofreció un concierto bien preparado y mejor producido, dando a entender que su éxito, al menos de manera aparente y superficial, sí está basado en ciertas cualidades musicales de verdad.

A última hora del sábado, a la vez que el tiempo daba una pequeña tregua, se abría el abanico de opciones: descartados Afghan Whigs, Kings Of Convenience o Lee Ranaldo por coincidencias, decidí descartar también Saint Etienne por simple avituallamiento. Cerrarían el festival, para mí, Washed Out y The XX, y tal vez un poco de John Talabot.

Ernst Green, el responsable principal de Washed Out, ya me había decepcionado hace unos meses en Barcelona, cuando no supo darle al público de Razzmatazz ni lo que quería, ni lo que sonaba en el disco. El sábado en el Opimus Primavera sí supo interpretar su música acorde a las circunstancias: con más fuerza en el ritmo, más electrónica binaria y más peso y contenido musical entre manos. Pero a cambio, por una parte, hizo desaparecer la esencia del atractivo de su disco, Within And Without, olvidando por completo los detallitos sutiles que revisten de discretos brillantes de diseño unas melodías sedosas y etéreas. Y por otra, recordó en exceso a la fórmula de M83, utilizando descaradamente gran parte de sus recursos decorativos, y mucha de la actitud estratosférica, elementos que han llevado al francés, ahora, al estrellato. Desgraciadamente, parece que va a ser imposible encontrarse en directo con la versión de Washed Out que a todos nos encandiló, la del disco: segura de sí misma.

The XX también darían una versión distinta de sí mismos, poco después, ante un gentío sediento de escuchar su inconfundible sello. Croft, Sim y Smith presentan un recital cuidado hasta el mínimo detalle, basado en la pulcritud, el contraste claroscuro, en el sempiterno leitmotiv de guitarra y bajo tan reconocible, y en la espacialidad metonímica más elegante que se recuerda en años. Lo hicieron, no obstante, con un ritmo más cadencioso aún de lo habitual, como si hubieran podido controlar y detener el tiempo a su antojo. Por momentos pareció que les faltaba algo, que al dilatar demasiado su música se abrían demasiado al espacio abierto. Que sus canciones no eran más que estrellas en el cielo. Eso pensé mientras permanecí a un lado del escenario, en la salida del foso de fotógrafos, pero mi opinión cambió cuando busque una posición más centrada.

Tal vez sí hubo algo de polémica en la actuación de The XX: flojos en el ritmo, que a esas alturas de festival cuenta mucho, lentos y en apariencia vacíos, decepcionaron a unos cuantos. Pero desde la posición adecuada me pareció que sonaban a lo que ellos querían: distintos, recuperando terreno en esa vertiente oscura de su dualidad, recuperando el misterio de lo desconocido que hay en ellos, tras haberlo desvelado al mundo con su éxito. Conocidas ya, centímetro a centímetro, todas las paredes de la casa de The XX, esta vez, construyeron su directo con enormes tablones de cristal, para que todos pudieran mirar su interior. El problema, tal vez, es que muchos al mirar no vieron nada. Presentaron todo su primer disco, XX, de rotundo éxito, y parte del nuevo material que tiene prevista su salida al mercado en la segunda parte de este año. Todo medido, en una sesión tendida en el firmamento. Visto bien, el de The XX fue uno de los conciertos del festival.

Después no quedó más que un breve rato de sesión de John Talabot, que como en Barcelona, venía acompañado de Pional. Apenas llegué a un cierre, ya clásico, con Destiny. La fama de este chico fuera de España no sorprende por la calidad que atesora, pero sí por la poca exportabilidad tradicional de nuestros productos. Nadie dudó en ir a verle, pero entre el cansancio y la mojadura de un día muy duro, y lo ralentizado que quedó el ritmo de la noche, muchos rezagados o llegaron tarde, o se fueron directamente a casa. Parra mí, fue quien cerró una muy buena primera edición de Optimus Primavera Sound Porto.

Fotos de Pablo Luna Chao.

PRIMAVERA SOUND 2012. Día 1



PS2012. Día 1: Unicornibot, Archers Of Loaf, Afghan Whigs, Mazzy Star, Wilco, The XX, Spiritualized y John Talabot.

Ayer jueves se abrió el recinto del Fórum en Barcelona para una nueva edición del San Miguel Primavera Sound: música a raudales hasta el domingo, en un festival que con los años se ha venido erigiendo como uno de los más importantes del panorama independiente en Europa. El programa del primer día hizo que rápidamente olvidáramos el prólogo del miércoles del Arc del Triomf: las exigencias de movilización de un escenario a otro añaden un importante plus de fatiga, pero lo compensan nueve escenarios de impecable calidad de sonido, y un amplísimo abanico de posibilidades que, como siempre, generó grandes dilemas entre actuaciones que se solapaban. Este es el resumen de mis doce horas en el recinto.

Mi primer objetivo fue Unicornibot, el último pelotazo de la prolífica factoría gallega. Los de Pontevedra son un cuarteto instrumental potente y de calculada y precisa desmesura. Practican un math rock progresivo, donde cada nota forma parte de un todo intrincado, laberíntico y geométrico, muy deudor de Tool o Battles, pero con los dedos bastante más inquietos e imprevisibles. Con solo licor café como combustible, y unas ganas tremendas de sacar a borbotones la música que llevan dentro, los Unicornibot dieron un caudaloso concierto donde exhibieron gran parte de su segundo y último trabajo, Dalle! (Matapadre, 2012). Su música bien podría compararse a la arquitectura de alguna de las grandes civilizaciones de la antigüedad: maestros constructores, los gallegos también tienen esa innata habilidad para juntar enormes bloques de pesada piedra, y hacer que el resultado sea algo sencillamente monumental.

Antes de que se pusiera el sol tenía prevista seguir endureciendo mi piel con más piezas de rock candente, y la posibilidad de ver a los veteranos Archers Of Loaf, juntos de nuevo, sobre un escenario, se postulaba como la mejor opción. Da gusto comprobar cómo hay gente que envejece de manera tan inadvertida: los de Chicago tal vez entraron en hibernación a finales de los '90, y al despertar han mantenido intactas las aristas mansas de su indie-grunge. Pero aunque el estado físico e interpretativo de Erich Bachmann (guitarra y voz), Matt Gentling (bajo) y compañía no parezca resentirse demasiado por el declive del género al que pertenecen, sí se les nota ya un poco fuera de contexto. Su música es plenamente frontal y no parecen esconder o reservar nada para la sorpresa o para el trabajo de los ingenieros de sonido: un juego, el de la producción creativa, al que tal vez hayan llegado un poco tarde.

En ese sentido, los Afghan Whigs son un ejemplo justo de lo contrario: puede que su música también nos transporte a una época donde aún se permitía la canalización del romanticismo a través de la música y las baladas, pero se nota que la exploración musical de Greg Dulli, centrado ahora en The Twilight Singers, no ha cesado durante los más de diez años en los que la banda como tal no trabaja en el estudio. La esencia sigue siendo la misma que cuando se convirtieron en el primer grupo grunge de fuera de Seattle que firmaba con Sub Pop, con ese característico sello emocional, vehemente y por momentos ardiente. Tal vez por eso se han convertido en un grupo de culto durante su separación. Centraron la actuación en sus últimos tres álbumes: Gentleman (Elektra, 1993), el más celebrado y aplaudido, Black Love (Elektra, 1996) y 1965 (Columbia, 1998), dándole un mayor empaque y un revestimiento más preciosista a temas como Uptown Again o When We Two Parted con arreglos instrumentales in situ. Ésta última, junto a My Enemy, marcaron seguramente los momentos más altos de un recital que, con todo, ha significado un regreso más que digno de los Afghan Whigs a los escenarios.

La siguiente parada de mi ruta por la primera jornada de Primavera Sound era el concierto de Mazzy Star, otra vieja gloria de los '90 que nunca nos ha abandonado. Pese a que sus disco no se cuentan ni con los dedos de una mano, la banda liderada por Hope Sandoval ha seguido aumentando su volumen de fans debido, seguramente, a un sello vocal que no ha pasado nunca de moda: artistas como PJ Harvey, Cat Power o Leslie Feist han cosechado últimamente grandes éxitos, basados en elementos, en cierta medida, comunes a ellos. La cantante, severa y taciturna, dirige a su banda con miradas de acero y sentimientos muy profundos. Y pese a que comenzaron más fríos de lo cabía esperar, como preservando una distancia prudencial entre los sentimientos expresados en sus discos y el público, el concierto fue adquiriendo una forma, y desenterrando un contenido, que revelaron unas inquietudes musicales más alternativas, oscuras y conspicuas de lo que cabía imaginar por su trabajo de estudio. Los californianos fueron abriendo las esencias de la psicodelia, del country, del post-rock, y hasta del shoegaze sin previo aviso, como dejando caer chaparrones de intensa marea emocional tras un velo de cierto retraimiento.

Los que no dieron ni un solo síntoma de inhibición fueron los Wilco, minutos después en el escenario más grande. Porque lo de este grupo son palabras mayores: son una ofrenda de riqueza, naturalidad y brillantez puesta al servicio de la buena música. Tweedy y compañía dieron un concierto de los que hacen saltar las lágrimas, incluso las de quienes pensamos que sus discos, aunque sobresalientes, son un poquito aburridos. Saltaron al ruedo en semi acústico, enseñando las costuras que unen el sonido y la personalidad de cada integrante de la banda: al mirarlos uno solo puede pensar que tocar como lo hacen ellos debe ser lo más parecido a hacer el amor conjuntamente, a practicar una orgía de amor y arte a la vista de todo un mundo boquiabierto. Pero es que luego, con Art Of Almost, llevaron tan al extremo sus cualidades, en un fundido de distorsión y notas en picado, que parecía que podían abrir una brecha entre el público, como hizo Moisés con las aguas del Mar Rojo.

Jeff Tweedy, elegantísimo con sombrero blanco y chaqueta de hombre de costa, curtido y satisfecho, me llamó la atención, claro: con esa voz que parece la de un joven de 20 años, y con esa delicadeza que tiene al decir las verdades. Pero aluciné con Nels Cline. El hombre conoce la guitarra que toca mejor que cualquier otra parte de su cuerpo, y además de puntear de manera gloriosa en Impossible Germany, entre otras, manejaba ciertos hilos electrónicos y dejaba escapar los granos precisos en cada distorsión. He comprobado, por tanto, que es cierto eso que dicen de que los conciertos de Wilco son un caso a parte: su directo supera con creces, para mi gusto, al material ofertado en sus discos. Demuestran ser unos músicos de primer orden, y que son capaces de lograr algo francamente difícil, pero que se da en ocasiones: que mientras estás en un concierto suyo no existe para ti otro grupo en el planeta.

Eso ocurre hasta que tu mente vuelve a pisar la tierra y te das cuenta de lo que viene a continuación: The XX, y en el escenario más alejado, el Mini. Su concierto registró una afluencia masiva, como los abanderados de la música nueva más vanguardista que son. Su fórmula: un sonido minimalista y de arquitectura espaciosa que abre claraboyas en la nocturnidad más sugerente que se recuerda, quizás, desde Portishead. Romy Madley Croft, a la guitarra, Oliver Sim al bajo, y Jamie Smith, con un armamento espectacular de aparatos electrónicos, presentan una imagen que tiende a la simetría, al orden y a una elegante discreción. Pero su sonido, además de transmitir todo eso, funciona también de sofisticada fuente de liberación para el público, que se siente libre bajo el cielo estrellado, mientras ellos lo tienen bajo los pies (pantallas de móviles, cámaras, iPods, etc).

Bajo y guitarra a dúo, como las voces de sus portadores. Nunca hablan todos a la vez, los cuatro, pero comparten exactamente el mismo discurso: espacios abiertos, pinceladas firmes, cuerdas tensas y luces que dan sosiego y confianza para cuando nos toca caminar solos por la vida. Un discurso, además, que está íntimamente armado por el costurero mayor del Reino, Jamie XX, en un esfuerzo encomiable de sutileza y de interpretación de unas partituras que, de no ser por el peso de las bases que aporta, se volarían y acabarían perdiéndose en el oscuro firmamento como un globo desprendido de la mano de algún niño. Con todo, fueron de menos a más, con algún acople malsonante y un nervio que todavía no está hecho a prueba de bombas. Presentaron su ya célebre XX (Young Turks, 2009), y lanzaron alguna pieza de lo que será su segundo disco, que pronto verá la luz. Temas con algo más de decoración, pero con el mismo perímetro y material con el que han erigido su monumental buena fama. The XX tendrá mucho que demostrar en su próximo trabajo, pero obras como la Intro de su primer disco, o Night Time, dos de las canciones más aclamadas anoche, son difícilmente repetibles.

Los londinenses nos regalaron uno o dos momentos de esos que recuerdas años más tarde: se fueron entonando; y, sin que nos diéramos cuenta, lograron extraer de nosotros toda la energía empática que les hacía falta para sentirse cómodos del todo. El problema es que, por lo menos a mí, me dejaron sin un ápice de fuerza para seguir moviéndome por el recinto y, además, prestar atención. Me dejé ir en Spiritualized, que fue un espectáculo precioso, ejempo de cómo el fluir de la música puede integrarse en la musculatura de un cuerpo. Y mi percepción solo logró convencer a mi mente de que retuviera el fantástico juego vocal que ofreció el cantante en compañía de dos mujeres del gospel. Después, como buscando un chute de energía en la música electrónica de baile, me acerqué a la sesión/concierto de John Talabot, el fenómeno del deep house español, uno de los artistas nacionales más exportables y exportados últimamente. El barcelonés, acompañado de otro músico con el que compartía mesa y aparatos, estuvo todo lo contundente que cabía imaginar. Una montaña de decibelios puestos al servicio de un montón de piernas aún con ganas de moverse. Pero lo que fueron las mías, en cuanto Talabot echó el cierre, solo pudieron ya dirigirse hacia un lugar: mi casa. 

Fotos de Pablo Luna Chao.