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UNICORNIBOT. Barcelona, 08-09-2012.



El coloquio incesante de cuatro entes.

Según Wikipedia, las matemáticas son una ciencia formal que, partiendo de axiomas y siguiendo el razonamiento lógico, estudia las propiedades y relaciones entre entes abstractos como los números, las figuras geométricas, y los símbolos. Del mismo modo, y siempre desde la misma fuente, el math rock se caracteriza por la complejidad de sus ritmos y lo raro de sus estructuras, maneja espacios y tiempos extremos. De todo esto, para describir la música y la personalidad grupal de Unicornibot, la última gran aportación al rock progresivo nacional, me quedo con que son el resultado de las propiedades y las relaciones entre cuatro entes abstractos, que empuñan instrumentos de plomo. Entes carburantes a base de licor café, enmascarados en plata, provenientes de las Rías Baixas.

Los Unicornibot son profetas en su tierra. Implicados en la reforestación cultural de la capital pontevedresa, son participantes del Liceo Mutante, un centro cultural auto-gestionado que el pasado 27 de Julio cumplió un primer y exitoso año de vida. Pero su trascendencia ha rebasado este año las fronteras de Galicia, y tras la edición de su segundo Lp, Dalle! (Matapadre, 2012), y un concierto en el trampolín del Primavera Sound, parecen estar preparados para dar el salto definitivo del panorama regional al nacional. Esta semana han iniciado una gira de casi dos meses por el noreste peninsular y el sur de Francia, y ayer sábado se dejaron ver por la sala Sidecar de Barcelona, gracias a la promotora local To Be Confirmed.

En faena este cuarteto gallego de math-rock-progresivo le da sentido a la definición que preside este artículo: despliegan complejidad rítmica, estructuras raras y enrevesadas, y un manejo del tiempo y del espacio extremo, unido a un vertiginoso virtuosismo instrumental. En ese sentido, su música es el resultado de las talentosas propiedades y capacidades de las que hacen gala estos extravagantes entes abstractos y enmascarados, relacionándose entre sí. Es decir: los Unicornibot son un incesante coloquio a cuatro bandas entre un bajo, dos guitarras, y una batería apabullantes. De la estirpe de Don Caballero o Battles, esta formación se diferencia de otras bandas relevantes del panorama post-rockero instrumental nacional como Toundra, por un uso casi lúdico y aparentemente gratuito de esas virtudes. Como si todo fuera una broma, una exageración perpetuada hasta donde llegue.

La pequeña y estrecha gruta que conforma la sala Sidecar se llenó de público y del estruendo que emanaba de la banda, perfectamente coordinada en torno a la poderosa batería de martillo y sudor. Guillermo García, a parte de guiar la cuadrícula laberíntica por la que han de moverse, veloces, los dedos de sus compañeros sobre sus respectivas cuerdas instrumentales, hace las veces de agarrotado y explosivo director de orquesta, todo en uno, con sus movimientos eléctricos y precisos sobre la endurecida batería que posee, una y otra vez, incansablemente. Dieron un concierto monolítico, porque en su directo recorren una y otra vez los mismos pasillos entrelazados, con callejones, requiebros y bifurcaciones, amurallados de piedra en grandes bloques; pero lo hacen obteniendo cada vez una ruta distinta hacia la única salida, pero siempre sobre el mismo suelo.

Unicornibot es de esas bandas que no dependen de un hit, de las que poco importa el setlist que hayan escogido: su fórmula, como en las matemáticas, es infalible y recurrente. Ayer tocaron 16 canciones en una hora, sin ofrecer tregua ni descanso alguno, demostrando el poco cariño que le tienen a la pausa y al silencio. No obstante, en un recital desarrollado en un ambiente tan familiar, arropados por la amplia colonia gallega de la ciudad condal, no podía faltar el tiempo para los agradecimientos, los reencuentros, para la subida de los más fieles al escenario, e incluso para las felicitaciones: las de David Tombilla, el fotógrafo oficial de la banda, que estaba de cumpleaños. Toda una fiesta, regada con el mejor licor café de todas las comarcas de Pontevedra; y un monumento a la contundencia hecho desde la humildad y el sobreesfuerzo desmesurado.

Fotos de Pablo Luna Chao. Inspiradas en el trabajo de David Tombilla

También disponible en Alta Fidelidad.

PRIMAVERA SOUND 2012. Día 1



PS2012. Día 1: Unicornibot, Archers Of Loaf, Afghan Whigs, Mazzy Star, Wilco, The XX, Spiritualized y John Talabot.

Ayer jueves se abrió el recinto del Fórum en Barcelona para una nueva edición del San Miguel Primavera Sound: música a raudales hasta el domingo, en un festival que con los años se ha venido erigiendo como uno de los más importantes del panorama independiente en Europa. El programa del primer día hizo que rápidamente olvidáramos el prólogo del miércoles del Arc del Triomf: las exigencias de movilización de un escenario a otro añaden un importante plus de fatiga, pero lo compensan nueve escenarios de impecable calidad de sonido, y un amplísimo abanico de posibilidades que, como siempre, generó grandes dilemas entre actuaciones que se solapaban. Este es el resumen de mis doce horas en el recinto.

Mi primer objetivo fue Unicornibot, el último pelotazo de la prolífica factoría gallega. Los de Pontevedra son un cuarteto instrumental potente y de calculada y precisa desmesura. Practican un math rock progresivo, donde cada nota forma parte de un todo intrincado, laberíntico y geométrico, muy deudor de Tool o Battles, pero con los dedos bastante más inquietos e imprevisibles. Con solo licor café como combustible, y unas ganas tremendas de sacar a borbotones la música que llevan dentro, los Unicornibot dieron un caudaloso concierto donde exhibieron gran parte de su segundo y último trabajo, Dalle! (Matapadre, 2012). Su música bien podría compararse a la arquitectura de alguna de las grandes civilizaciones de la antigüedad: maestros constructores, los gallegos también tienen esa innata habilidad para juntar enormes bloques de pesada piedra, y hacer que el resultado sea algo sencillamente monumental.

Antes de que se pusiera el sol tenía prevista seguir endureciendo mi piel con más piezas de rock candente, y la posibilidad de ver a los veteranos Archers Of Loaf, juntos de nuevo, sobre un escenario, se postulaba como la mejor opción. Da gusto comprobar cómo hay gente que envejece de manera tan inadvertida: los de Chicago tal vez entraron en hibernación a finales de los '90, y al despertar han mantenido intactas las aristas mansas de su indie-grunge. Pero aunque el estado físico e interpretativo de Erich Bachmann (guitarra y voz), Matt Gentling (bajo) y compañía no parezca resentirse demasiado por el declive del género al que pertenecen, sí se les nota ya un poco fuera de contexto. Su música es plenamente frontal y no parecen esconder o reservar nada para la sorpresa o para el trabajo de los ingenieros de sonido: un juego, el de la producción creativa, al que tal vez hayan llegado un poco tarde.

En ese sentido, los Afghan Whigs son un ejemplo justo de lo contrario: puede que su música también nos transporte a una época donde aún se permitía la canalización del romanticismo a través de la música y las baladas, pero se nota que la exploración musical de Greg Dulli, centrado ahora en The Twilight Singers, no ha cesado durante los más de diez años en los que la banda como tal no trabaja en el estudio. La esencia sigue siendo la misma que cuando se convirtieron en el primer grupo grunge de fuera de Seattle que firmaba con Sub Pop, con ese característico sello emocional, vehemente y por momentos ardiente. Tal vez por eso se han convertido en un grupo de culto durante su separación. Centraron la actuación en sus últimos tres álbumes: Gentleman (Elektra, 1993), el más celebrado y aplaudido, Black Love (Elektra, 1996) y 1965 (Columbia, 1998), dándole un mayor empaque y un revestimiento más preciosista a temas como Uptown Again o When We Two Parted con arreglos instrumentales in situ. Ésta última, junto a My Enemy, marcaron seguramente los momentos más altos de un recital que, con todo, ha significado un regreso más que digno de los Afghan Whigs a los escenarios.

La siguiente parada de mi ruta por la primera jornada de Primavera Sound era el concierto de Mazzy Star, otra vieja gloria de los '90 que nunca nos ha abandonado. Pese a que sus disco no se cuentan ni con los dedos de una mano, la banda liderada por Hope Sandoval ha seguido aumentando su volumen de fans debido, seguramente, a un sello vocal que no ha pasado nunca de moda: artistas como PJ Harvey, Cat Power o Leslie Feist han cosechado últimamente grandes éxitos, basados en elementos, en cierta medida, comunes a ellos. La cantante, severa y taciturna, dirige a su banda con miradas de acero y sentimientos muy profundos. Y pese a que comenzaron más fríos de lo cabía esperar, como preservando una distancia prudencial entre los sentimientos expresados en sus discos y el público, el concierto fue adquiriendo una forma, y desenterrando un contenido, que revelaron unas inquietudes musicales más alternativas, oscuras y conspicuas de lo que cabía imaginar por su trabajo de estudio. Los californianos fueron abriendo las esencias de la psicodelia, del country, del post-rock, y hasta del shoegaze sin previo aviso, como dejando caer chaparrones de intensa marea emocional tras un velo de cierto retraimiento.

Los que no dieron ni un solo síntoma de inhibición fueron los Wilco, minutos después en el escenario más grande. Porque lo de este grupo son palabras mayores: son una ofrenda de riqueza, naturalidad y brillantez puesta al servicio de la buena música. Tweedy y compañía dieron un concierto de los que hacen saltar las lágrimas, incluso las de quienes pensamos que sus discos, aunque sobresalientes, son un poquito aburridos. Saltaron al ruedo en semi acústico, enseñando las costuras que unen el sonido y la personalidad de cada integrante de la banda: al mirarlos uno solo puede pensar que tocar como lo hacen ellos debe ser lo más parecido a hacer el amor conjuntamente, a practicar una orgía de amor y arte a la vista de todo un mundo boquiabierto. Pero es que luego, con Art Of Almost, llevaron tan al extremo sus cualidades, en un fundido de distorsión y notas en picado, que parecía que podían abrir una brecha entre el público, como hizo Moisés con las aguas del Mar Rojo.

Jeff Tweedy, elegantísimo con sombrero blanco y chaqueta de hombre de costa, curtido y satisfecho, me llamó la atención, claro: con esa voz que parece la de un joven de 20 años, y con esa delicadeza que tiene al decir las verdades. Pero aluciné con Nels Cline. El hombre conoce la guitarra que toca mejor que cualquier otra parte de su cuerpo, y además de puntear de manera gloriosa en Impossible Germany, entre otras, manejaba ciertos hilos electrónicos y dejaba escapar los granos precisos en cada distorsión. He comprobado, por tanto, que es cierto eso que dicen de que los conciertos de Wilco son un caso a parte: su directo supera con creces, para mi gusto, al material ofertado en sus discos. Demuestran ser unos músicos de primer orden, y que son capaces de lograr algo francamente difícil, pero que se da en ocasiones: que mientras estás en un concierto suyo no existe para ti otro grupo en el planeta.

Eso ocurre hasta que tu mente vuelve a pisar la tierra y te das cuenta de lo que viene a continuación: The XX, y en el escenario más alejado, el Mini. Su concierto registró una afluencia masiva, como los abanderados de la música nueva más vanguardista que son. Su fórmula: un sonido minimalista y de arquitectura espaciosa que abre claraboyas en la nocturnidad más sugerente que se recuerda, quizás, desde Portishead. Romy Madley Croft, a la guitarra, Oliver Sim al bajo, y Jamie Smith, con un armamento espectacular de aparatos electrónicos, presentan una imagen que tiende a la simetría, al orden y a una elegante discreción. Pero su sonido, además de transmitir todo eso, funciona también de sofisticada fuente de liberación para el público, que se siente libre bajo el cielo estrellado, mientras ellos lo tienen bajo los pies (pantallas de móviles, cámaras, iPods, etc).

Bajo y guitarra a dúo, como las voces de sus portadores. Nunca hablan todos a la vez, los cuatro, pero comparten exactamente el mismo discurso: espacios abiertos, pinceladas firmes, cuerdas tensas y luces que dan sosiego y confianza para cuando nos toca caminar solos por la vida. Un discurso, además, que está íntimamente armado por el costurero mayor del Reino, Jamie XX, en un esfuerzo encomiable de sutileza y de interpretación de unas partituras que, de no ser por el peso de las bases que aporta, se volarían y acabarían perdiéndose en el oscuro firmamento como un globo desprendido de la mano de algún niño. Con todo, fueron de menos a más, con algún acople malsonante y un nervio que todavía no está hecho a prueba de bombas. Presentaron su ya célebre XX (Young Turks, 2009), y lanzaron alguna pieza de lo que será su segundo disco, que pronto verá la luz. Temas con algo más de decoración, pero con el mismo perímetro y material con el que han erigido su monumental buena fama. The XX tendrá mucho que demostrar en su próximo trabajo, pero obras como la Intro de su primer disco, o Night Time, dos de las canciones más aclamadas anoche, son difícilmente repetibles.

Los londinenses nos regalaron uno o dos momentos de esos que recuerdas años más tarde: se fueron entonando; y, sin que nos diéramos cuenta, lograron extraer de nosotros toda la energía empática que les hacía falta para sentirse cómodos del todo. El problema es que, por lo menos a mí, me dejaron sin un ápice de fuerza para seguir moviéndome por el recinto y, además, prestar atención. Me dejé ir en Spiritualized, que fue un espectáculo precioso, ejempo de cómo el fluir de la música puede integrarse en la musculatura de un cuerpo. Y mi percepción solo logró convencer a mi mente de que retuviera el fantástico juego vocal que ofreció el cantante en compañía de dos mujeres del gospel. Después, como buscando un chute de energía en la música electrónica de baile, me acerqué a la sesión/concierto de John Talabot, el fenómeno del deep house español, uno de los artistas nacionales más exportables y exportados últimamente. El barcelonés, acompañado de otro músico con el que compartía mesa y aparatos, estuvo todo lo contundente que cabía imaginar. Una montaña de decibelios puestos al servicio de un montón de piernas aún con ganas de moverse. Pero lo que fueron las mías, en cuanto Talabot echó el cierre, solo pudieron ya dirigirse hacia un lugar: mi casa. 

Fotos de Pablo Luna Chao.