Las transalucinantes virtudes del increíble Bon Iver.
¡Bendita gloria la música! Bon Iver es gigantesco. Ayer dio en el Poble Espanyol de Barcelona uno de esos conciertos que te dejan sin palabras, y a la vez deseoso de compartir lo que has experimentado. Pero cualquier adjetivo o frase que engarce tratando de describirlo fielmente, me resultará repugnante al lado del delicioso recuerdo que aún permanece vivo en mi memoria. Fue un espectáculo sobrecogedor, intenso y tremendamente emocionante: una sinfonía constante, a 16 movimientos, brillante y redonda; 16 momentos únicos y gloriosos de rock orquestal. Sorprendentes en todo momento, Justin Vernon y compañía rebasaron con creces las ya de por sí altísimas expectativas, materializando una de esas noches que ya nunca se olvidan.
Dicen que las mejores cosas en la vida se hacen esperar, pero que una vez en marcha, los acontecimientos se suceden como si la excelencia formase parte de un devenir lógico y necesario. Y así fue la noche de ayer. Con un leve retraso rápidamente perdonado, y con la noche mediterránea cayendo y aliviando el bochorno veraniego que se había ido adueñando del cielo barcelonés durante la tarde, salió al escenario, pasadas las diez, la orquesta sinfónica moderna de Bon Iver: 9 tíos. A partir de ahí, dos horas de una música que para describirla habría que apropiarse de palabras inventadas como transalucinante, o establecer un rasero nuevo inalcanzable de perfección denominado boniveriano. Sus canciones, ya maravillosas y de una intimidad abanderada muy destacable en los Cds, explotan en directo; y aquello es una lluvia incesante de emociones, de belleza, y de algo que en la música se debe corresponder a la felicidad humana.
Sonaron sus dos discos casi al completo, pero la esencia se basó en el ritmo vital de su último trabajo, el alabadísimo Bon Iver. El paradigma de cómo nace y muere un disco, y de cómo se traslada al directo, dándole realmente vida a una música, y a una idea. Y así, sin pausa ninguna entre tema y tema, fueron desflorando la vida entera, dominando Vernon las fuerzas de la música como los dioses creadores dominan las de la naturaleza en los relatos fantástico-religiosos. Canciones que serán legendarias, parte del bagaje cultural clásico de las generaciones futuras, interpretadas todas de manera algo distinta, aunque siempre buscando lo sublime. Con más ritmo, más materia, con un cuerpo colosal, pero ágil, muy terrenal y sobre todo muy detallista, y una presencia multiplicada y elevada al cubo por el gran acompañamiento instrumental.
Porque si Justin Vernon ya impone, segregando genialidad manifiesta con su voz y su guitarra, la banda que lo acompaña demuestra ser absolutamente deslumbrante; y el resultado es un prodigioso directo, contundente y poderoso. Dos baterías hermanadas, que desdoblaban el universo en dos, para que pasara siempre limpia la gran voz de Vernon; y a parte de él, otros 6 músicos que se alternaban teclado, bajo, guitarras, violines, y múltiples vientos y percusiones menores siempre en grupo. Hasta la iluminación y el decorado resultaron sobresalientes, con telas rugosas de cálida presencia y extraños farolillos a baja altura. Una puesta en escena extremadamente ambiciosa, teniéndolo todo en cuenta.
Tras mostrar en Woods, en solitario y a modo de intro, lo que podía hacer en directo con su propia voz, encadenó para entrar en materia las tres primeras canciones de su último álbum. Las primeras notas de Perth, esa guitarra, la voz, y la batería de batallón, a parte de encender el furor del numeroso público, anunciaban la primera explosión: porque en cuanto el tema se abre, todos los instrumentos y arreglos cobraron vida y revolotearon como pequeñas partículas de la creación, tan perfectas como el global al que pertenecían. Vientos, cuerdas y un ritmo basados en el doble bombo, que dieron paso sin pausa al dulce contoneo de Minnesota, WI, versionada con potencia y mayor intensidad. Lo mismo que Holocene, que logró elevar la vista de todo el público a lo más alto de sus sueños, todavía a salvo, en un inicio que se marcaba al ritmo del Bon Iver.
No solo introducían variaciones en los arreglos, o dejaban volar la imaginación instrumental hasta casi la aparente improvisación, sino que más de un tema sonó a otro ritmo, con más cantidad de sonido y riqueza decorativa, e incluso con añadidos extra que parecían ahí puestos de toda la vida: como si realmente su trabajo de estudio fuese un mero boceto de lo que luego desarrollan en directo; con fraseos, estrofas y orquestas extra. El final de Blood Bank: una probeta de punteos de guitarra y vientos; y Flume: la receta de cómo callar a 5000 personas, y al mundo entero, y de cómo rellenar de música una partitura semi-vacía, y cada molécula de aire que nos rodea. Resultaba, por tanto, casi más apasionante la incógnita de lo que haría Vernon con la siguiente canción, sobre todo, cuando se trataba de un antiguo tema, del For Emma, Forever Ago; más imprevisible. Y siempre, siempre, le hizo el amor a su canción; apasionadamente.
En ese sentido, Skinny Love, pasado ya el ecuador del recital, quedó memorable. Se le veían las venas a esa voz y a esa guitarra, y se oyó desde el silencio más sagrado, que lo mantuvieron imperturbable, hasta el último contacto de cada instrumento con el alma de su portador, en un final apoteósico y sorprendente. Y en Re:stacks volvió a bajar la marea, se quedó Vernon solo en el escenario, con la guitarra, y lo bordó como el cantautor que es, y que siempre llevará dentro. El final se avecinaba, anunciado por el teclado de Calgary, y las eléctricas sonaron más que nunca, siempre a doble batería, y con la poderosa y cristalina voz del responsable principal de todo esto capitaneándolo. E hicieron de su final casi una segunda parte, igualmente brillante. Beth/Rest, por último, con ese amargo sabor a despedida, tenía que sonar como cierre. Y flotó en el ambiente algo muy grande capaz de hermanarnos a todos frente a lo que estaba siendo una auténtica obra de arte.
Para el bis dejaron dos temas de su primer trabajo, cerrando definitivamente con For Emma, fabricada mediante la belleza de lo sencillo, y la perfección de la técnica más sobresaliente que he visto agrupada en mucho tiempo. Dejó a todo el mundo saciado, satisfecho y gratamente sorprendido. Casi nadie esperaba que fuese tan rematadamente bueno, él y la banda que lo acompaña. Los privilegiados asistentes de su concierto de anoche nos quedamos con una increíble sensación de paz interior, como la que deben sentir los creyentes ante los signos del advenimiento. Pero para mí, lo que hace es reforzar mi fe en algo aún más grande, algo tan sencillo como lo que es capaz de transmitir Bon Iver en directo: arte del bueno.
Fotos de Pablo Luna Chao.
También disponible en Alta Fidelidad.
Escucha el setlist del concierto en Spotify.
(¡O míralo aquí!)
Dicen que las mejores cosas en la vida se hacen esperar, pero que una vez en marcha, los acontecimientos se suceden como si la excelencia formase parte de un devenir lógico y necesario. Y así fue la noche de ayer. Con un leve retraso rápidamente perdonado, y con la noche mediterránea cayendo y aliviando el bochorno veraniego que se había ido adueñando del cielo barcelonés durante la tarde, salió al escenario, pasadas las diez, la orquesta sinfónica moderna de Bon Iver: 9 tíos. A partir de ahí, dos horas de una música que para describirla habría que apropiarse de palabras inventadas como transalucinante, o establecer un rasero nuevo inalcanzable de perfección denominado boniveriano. Sus canciones, ya maravillosas y de una intimidad abanderada muy destacable en los Cds, explotan en directo; y aquello es una lluvia incesante de emociones, de belleza, y de algo que en la música se debe corresponder a la felicidad humana.
Sonaron sus dos discos casi al completo, pero la esencia se basó en el ritmo vital de su último trabajo, el alabadísimo Bon Iver. El paradigma de cómo nace y muere un disco, y de cómo se traslada al directo, dándole realmente vida a una música, y a una idea. Y así, sin pausa ninguna entre tema y tema, fueron desflorando la vida entera, dominando Vernon las fuerzas de la música como los dioses creadores dominan las de la naturaleza en los relatos fantástico-religiosos. Canciones que serán legendarias, parte del bagaje cultural clásico de las generaciones futuras, interpretadas todas de manera algo distinta, aunque siempre buscando lo sublime. Con más ritmo, más materia, con un cuerpo colosal, pero ágil, muy terrenal y sobre todo muy detallista, y una presencia multiplicada y elevada al cubo por el gran acompañamiento instrumental.
Porque si Justin Vernon ya impone, segregando genialidad manifiesta con su voz y su guitarra, la banda que lo acompaña demuestra ser absolutamente deslumbrante; y el resultado es un prodigioso directo, contundente y poderoso. Dos baterías hermanadas, que desdoblaban el universo en dos, para que pasara siempre limpia la gran voz de Vernon; y a parte de él, otros 6 músicos que se alternaban teclado, bajo, guitarras, violines, y múltiples vientos y percusiones menores siempre en grupo. Hasta la iluminación y el decorado resultaron sobresalientes, con telas rugosas de cálida presencia y extraños farolillos a baja altura. Una puesta en escena extremadamente ambiciosa, teniéndolo todo en cuenta.
Tras mostrar en Woods, en solitario y a modo de intro, lo que podía hacer en directo con su propia voz, encadenó para entrar en materia las tres primeras canciones de su último álbum. Las primeras notas de Perth, esa guitarra, la voz, y la batería de batallón, a parte de encender el furor del numeroso público, anunciaban la primera explosión: porque en cuanto el tema se abre, todos los instrumentos y arreglos cobraron vida y revolotearon como pequeñas partículas de la creación, tan perfectas como el global al que pertenecían. Vientos, cuerdas y un ritmo basados en el doble bombo, que dieron paso sin pausa al dulce contoneo de Minnesota, WI, versionada con potencia y mayor intensidad. Lo mismo que Holocene, que logró elevar la vista de todo el público a lo más alto de sus sueños, todavía a salvo, en un inicio que se marcaba al ritmo del Bon Iver.
No solo introducían variaciones en los arreglos, o dejaban volar la imaginación instrumental hasta casi la aparente improvisación, sino que más de un tema sonó a otro ritmo, con más cantidad de sonido y riqueza decorativa, e incluso con añadidos extra que parecían ahí puestos de toda la vida: como si realmente su trabajo de estudio fuese un mero boceto de lo que luego desarrollan en directo; con fraseos, estrofas y orquestas extra. El final de Blood Bank: una probeta de punteos de guitarra y vientos; y Flume: la receta de cómo callar a 5000 personas, y al mundo entero, y de cómo rellenar de música una partitura semi-vacía, y cada molécula de aire que nos rodea. Resultaba, por tanto, casi más apasionante la incógnita de lo que haría Vernon con la siguiente canción, sobre todo, cuando se trataba de un antiguo tema, del For Emma, Forever Ago; más imprevisible. Y siempre, siempre, le hizo el amor a su canción; apasionadamente.
En ese sentido, Skinny Love, pasado ya el ecuador del recital, quedó memorable. Se le veían las venas a esa voz y a esa guitarra, y se oyó desde el silencio más sagrado, que lo mantuvieron imperturbable, hasta el último contacto de cada instrumento con el alma de su portador, en un final apoteósico y sorprendente. Y en Re:stacks volvió a bajar la marea, se quedó Vernon solo en el escenario, con la guitarra, y lo bordó como el cantautor que es, y que siempre llevará dentro. El final se avecinaba, anunciado por el teclado de Calgary, y las eléctricas sonaron más que nunca, siempre a doble batería, y con la poderosa y cristalina voz del responsable principal de todo esto capitaneándolo. E hicieron de su final casi una segunda parte, igualmente brillante. Beth/Rest, por último, con ese amargo sabor a despedida, tenía que sonar como cierre. Y flotó en el ambiente algo muy grande capaz de hermanarnos a todos frente a lo que estaba siendo una auténtica obra de arte.
Para el bis dejaron dos temas de su primer trabajo, cerrando definitivamente con For Emma, fabricada mediante la belleza de lo sencillo, y la perfección de la técnica más sobresaliente que he visto agrupada en mucho tiempo. Dejó a todo el mundo saciado, satisfecho y gratamente sorprendido. Casi nadie esperaba que fuese tan rematadamente bueno, él y la banda que lo acompaña. Los privilegiados asistentes de su concierto de anoche nos quedamos con una increíble sensación de paz interior, como la que deben sentir los creyentes ante los signos del advenimiento. Pero para mí, lo que hace es reforzar mi fe en algo aún más grande, algo tan sencillo como lo que es capaz de transmitir Bon Iver en directo: arte del bueno.
Fotos de Pablo Luna Chao.
También disponible en Alta Fidelidad.
Escucha el setlist del concierto en Spotify.
(¡O míralo aquí!)