23:35 (hora portuguesa) del sábado. Mientras los monumentales Mogwai nos deleitan con la que debe ser una de sus canciones favoritas, Mogwai fear Satan, en el momento de mayor emoción, durante el susurro que precede al último estallido, me sobrecogió una imagen: la de tres chiquillas preuniversitarias que, sentadas totalmente ajenas al concierto entre el público, no pararon de esgrimir risitas tontas entre conversación y conversación por el chat de sus Blackberries. No quiero creer que hablasen así entre ellas; y no quiero parecer elitista ni carca, pero fue el último síntoma que necesitaba ver para opinar que el Paredes de Coura es víctima de sus propias contradicciones. El precio sin competencia, el lúdico lugar donde acampan los asistentes, y las concesiones al gran público, desmerecieron en determinados momentos un festival que, por el cartel y la relación calidad – precio, podría estar entre los tres o cuatro mejores de la Península. Con todo, musicalmente hablando, fueron cuatro días de alegrías y calidades contrastadas.
MIÉRCOLES 17.
Pocos grupos estuvieron por debajo de mis expectativas, pero la primera decepción no tardó en llegar. Un extraño personaje sirio llamado Omar Souleyman había puesto a bailar al respetable, y el pop de pedigree de los Wild Beasts, que recogieron su testigo, no tuvo buena acogida. No supieron qué hacer con un público que, en realidad, esperaba a los Crystal Castles. Pero además, no sonaron nada bien, nada que ver con su actuación en el Día de la Música de Madrid. La voz se estrellaba contra un techo imaginario, las guitarras nunca fueron cristalinas y, en general, sonaron apelmazados e intranquilos. Una pena para quien no los conociera, porque no resultaron nada atractivos.
De todas formas, la gran mayoría de los asistentes a la inauguración esperaban únicamente la aparición de la pareja Kath-Glass: los Crystal Castles. Centenares de capuchas sepultaron las cabezas del público, y los gritos desaforados y absurdamente bien escupidos de ella empezaron a sobrevolarlas. Tal vez el éxito de este dúo resida en ese sucio, extraño y extremo caparazón electrónico con que revisten su pop, inspirándose en la épica gélida de Boards of Canadá y Ratatat. Como última justificación para Wild Beasts, se oyó en los corrillos que claro, que el sonido de Crystal Castles es mucho menos complejo que el de los británicos, y por tanto, normal que sonaran tan mejor unos que otros. Totalmente de acuerdo, pero el caso es que Crystal Castles gustó, y Wild Beasts no: injusticias del directo.
Con el ánimo un poco torcido me fui a dormir, con la incongruencia de Wladimir Dynamo de fondo, sobre la inclinación excesiva de mi tienda, y bajo la incesante molestia de unos vecinos portugueses post-púber que, definitivamente, no tenían ni idea de quién tocaba allí. Menos mal que el día siguiente fue un constante in-crescendo de buenas sensaciones. En realidad, esperaba mucho más de los dos conciertos.
JUEVES 18.
Por suerte, dentro del recinto del festival todo funcionaba a las mil maravillas: comida, cerveza y Snappy (imitación no del todo mala de la Cocacola) a buen precio, puntualidad impecable, la no coincidencia de los conciertos, y los dos escenarios, que, aunque distintos, sonaban igualmente bien. La oferta del Palco Ritek, el más grande de los dos, me mantuvo allí clavado casi toda la tarde-noche. Crystal Stilts abrió de forma monolítica la sesión: sonaron oscuros, muy rockeros, de corte clásico al estilo de los ochenta; pero presentaron, más que un sonido crudo, que lo tienen, uno que pareció poco hecho. Siempre desconfío de los conciertos a plena luz, pero Twin Shadow, en cambio, sí me convenció. Me lo había perdido en el Primavera, pero aquí, enmarcado en un programa mucho menos recargado, no podía pasar inadvertido. George Lewis Jr. sacó su lado más rockero, dejando un poco de lado ese tipo de arreglos glamurosos que ahogaron la noche anterior a Wild Beasts. En el momento no tuve ninguna duda: era el primer gran concierto del festival. Lo que no sabía era que solo iba a ser el preludio del que fue, quizás, el mejor de todos.
Las cuatro californianas de Warpaint no saben cuántas espinas clavadas sacaron de la piel de sus primeros fans ibéricos. Porque la mía no fue una opinión aislada sobre su concierto en el Primavera. Este Palco Ritek, sin embargo, parecía hecho a la medida de su moldeadísimo sonido: canciones absolutamente llenas, cupulares; la densa sensación de una afilada tiniebla aterciopelada ciñéndose delicadamente sobre uno: el inquietante sonido de Warpaint, por fin, en todo su esplendor. Sabía que esta banda acabaría por dar el golpe, pero no imaginaba que Undertow terminaría convirtiéndose en el himno no-oficial del festival.
Los caprichos de la organización hicieron que el final coincidiera con el principio del de una banda que yo, al menos, considero casi como prima hermanastra de las Warpaint: Esben & the Witch. Descendientes ambas del deformado y definitivamente enterrado trip-hop del Third de Portishead, los de Brighton asombraron con su concierto/ritual, y con esa puesta en escena que tanto agudiza los sentidos y las sensaciones. Fue el único momento en que abandoné el escenario principal. El trío Davies-Copeman-Fisher practica un postrock punzante, una aberración gótica de lo que un día fue la música de Bristol; una música apoyada en la rítmica tribal que marcan ellos mismos sobre un mísero timbal. Es espectacular ver a los tres, con las guitarras colgadas, aporreando timbal y platillo, en lo que más bien parece un aquelarre de brujas. Tocaron casi todo el Violent Cries, su primer trabajo, y acabaron, como es habitual, con la tormentosa Eumenides: un final apoteósico entre el postrock más ácido del planeta, y la electrónica más tribal y hechicera. Si en el disco resultan hipnóticos, en directo lo son realmente.
Así es como estuve a punto de olvidar que en el Palco Ritek se preparaba todo para Blonde Redhead, uno de los platos fuertes del festival. La banda de Kazu Makino y los gemelos Pace demostró toda su calidad en un concierto levemente centrado en sus dos últimos y aclamados trabajos: 23 y Penny Sparkle. No obstante, no faltaron canciones como Messenger, In Particular o Falling Man, de anteriores álbumes. Fluctuaron siempre entre su sonido original, inclinado hacia un rock áspero y de melancólica vocación, y su nueva faceta, ese sonido más lento y espacioso que caracteriza su último disco. 23 es la mezcla perfecta de esas dos tendencias, y en el Paredes de Coura demostraron que saben conjugarlas en concierto como quien lleva 15 años subido a un escenario. Entre el rock y el pop, dándole sentido al dichoso y colonizador término poprock, y elevando la calidad del mal llamado pop alternativo a niveles cercanos a Yo La Tengo, Pavement o The Magnetic Fields, pero en otra constelación distinta del cielo, los Blonde Redhead parecían capaces de controlar el tiempo. Personalmente, me quedo con su versión más potente, aquella que ponía a Amadeo de rodillas, punteando un líquido cremoso sobre la base de Spring And By Summer Fall, 23 y algunas otras.
Nada tuvo que ver con lo que seguía a continuación: pese a la grandilocuencia del sonido de los neoyorquinos (al menos la banda sí nació allí), su música resulta tremendamente intimista si la comparamos con el show de Jarvis Cocker. Pulp no deja nada a la imaginación, lo enseñan todo sin pudor alguno. La vuelta a los escenarios de esta ya mítica banda británica, tras casi una década de parón, es una de las mejores noticias del año. Reaparecieron en el Primavera, y aunque esta vez no fue un concierto tan grandioso, Cocker y compañía repasaron himno tras himno haciendo con el público lo que les dio la gana. Da la sensación de que este grupo no tiene fans, tiene fanáticos, devotos que bailan sin cesar tratando de seguir el ritmo del hiperactivo frontman, que ya gasta sus 47 años. Different Class sonó casi al completo, en un setlist que empezó con Do You Remember The First Times? y concluyó, cómo no, con Common People, entre personalizados y emocionantes agradecimientos a un público entusiasmado. This Is Hardcore, mi favorita, sonó como siempre la había imaginado.
VIERNES 19
Sin casi plantearnos ver a Delorean, salimos del recinto pronto para intentar descansar un poco esa noche. Cosa que, por cierto, fue del todo imposible. El día había sido intenso, y el tercero se antojaba, cuanto menos, largo y algo polémico; como de hecho resultó ser.
El viernes, de nuevo abonado al Palco Ritek, asistí al bombazo de relojería que fue el concierto de The Joy Formidable. En poco más de media hora, y sin tregua alguna, este trío galés nos enseñó algunas de las joyas de su arsenal, ese estruendoso discazo llamado The Big Roar. Los instrumentos parecían estar cargados con pólvora, y la violencia que mostraron, entre risas cómplices y las miradas de baby-killer de Ritzy, se tradujo en un hard-rock ligero, directo y brillante, perfectamente bien expuesto. Se empujaban, parecían cabrearse, luego sonreían otra vez, se subían Ritzy y Rhydian, el bajista, a aporrear la batería: toda una correría musical destinada a no permitir que los ánimos del público decayeran, algo que desde el principio me gustó de esta banda. En directo su vitalidad resulta aún más contagiosa, con estribillos que se te meten el cuerpo, que nos recuerdan al buen rock de los ’90. En este caso, poco importó que hubiera o no luz. A Heavy Abacus, Austere, The Greatest Lights Is The Greatest Shades, Cradle, I Don’t Want To See You Like This y Whirring bastaron para dejar boquiabieros a quienes aún no conocían a The Joy Formidable.
Un poco lo contrario es lo que pasó con …And You Know Us By The Trail of Dead: una banda a la que sus fans llaman ya solo Trail of Dead, en alusión no solo a la pérdida de integrantes, sino a la de un buen pedazo de su característico sonido. Lejos quedan los años del Source Tags & Codes. Los norteamericanos, con Conrad Keely a la cabeza lo dieron todo, sí; intercambiaron instrumentos, también; pero su sonido apenas sufrió ondulaciones. Demasiado stoner, demasiado plano y vertical. No deben ser lo que eran. Yo no los había escuchado en profundidad hasta hace unas semanas, pero desde luego su directo dista mucho de la calidad de sus discos. Abrieron como abren el Worlds Apart, y minutos después sonó, sin ese impulso épico del Cd, Will You Smile Again For Me. También creí reconocer So Dividied, e incluso I Was There That I Saw You, de su álbum más aclamado, pero nunca llenaron del todo la atmósfera con su música. De nuevo la luz del día, probablemente, aunque por desgracia no fue el único motivo.
Según iba cayendo la noche me iba sintiendo cada vez más tranquilo y esperanzado. De todas formas, era el turno de Battles, y por lo que pude comprobar entre el Primavera y el Paredes, este trío sabe adaptarse perfectamente a las condiciones de lugar, público y hora. Su extremada y geométrica contundencia resultó algo más light que en Barcelona, donde tocaron casi en el último turno. En general, el público ansiaba un repertorio centrado en su primer álbum, Mirrored, mucho mejor acogido que el recién editado Gloss Drop; pero no fue así. Reconozco que a mí el sonido de Battles me pone nervioso, pero reconozco también que fue uno de los mejores conciertos del festival: potente e inmaculado, como si les bastara con expresar una compleja pero directa fórmula matemática, para materializar una música sin lugares muertos. El horror vacui que precedió al escapismo narcótico de Bradford Cox y compañía.
Deerhunter ya no sorprende a nadie: desde la publicación de su Cd, Halcyon Digest, y tras una gira que les ha traído varias veces a la Península en los últimos meses, los de Georgia han dejado de ser promesa para convertirse en toda una referencia en la escena indie. La personalidad de cada una de sus notas, de las texturas, de cada momento de evasión, de experimentación o de simple guitarreo, les hace inconfundibles. Ácidos, de una aspereza que, de tanto frotar, acaba por parecernos suave; solo un pero a tan tremendo concierto: apenas una hora pudimos saborear el cuidado shoegaze de Deerhunter. Nos preguntamos, en los corrillos posteriores, si la enfermedad de Cox (Síndome de Marfan) no le impedirá estar de pie tocando, y por extensión a la banda al completo, mucho más de una hora, hora y media. Nunca he podido ver más de ellos. En cualquier caso, no necesitan mucho más tiempo para introducirnos en sus laberintos de notas y distorsiones, a través de las infinitas capas de que se componen sus canciones. Es un placer verles divagar con guitarras tan bien afinadas, con mentes tan afiladas como la de Cox, que es, además, un excelente compositor. Desire Lines, de su último trabajo, Hazel St y, sobre todo, Nothing Ever Happened, sobresalieran precisamente por ese espacio al final reservado solo para planear rock: una sonora y concreta escapatoria mental. De hecho, en esa última, con la que además cerraron el concierto, fueron capaces de incrustar, una vez más, la pedazo de versión del Horses de Patti Smith, e incluso de acabar mezclándola con el apoteósico y reencontrado final.
Y hasta ahí la tercera noche en el Paredes de Coura. No quiero poner en duda la calidad y el buen gusto de la gente de Kings of Convenience; sí el de Marina & The Diamonds. Pero en ambos casos, desde luego la organización no acertó con la elección del horario. El problema lo vimos todos: atraer el viernes a cuanta más gente mejor, abriendo el abanico de estilo a algo que no encajaba con el resto del cartel, y que además gozó del privilegio del prime time. Esa noche, por tanto, era casi imposible caminar por el recinto.
Kings of Convenience es una pareja de cantautores noruega que recuerda instantáneamente a Simon y Garfunkel. Dieron un buen concierto, pero muchas de nuestras miradas ya estaban torcidas. Peor aún fue lo de Marina & The Diamonds. En los corrillos surgió espontánea la misma broma: “Marina, from Greece: ¡Two points!”. La mejor descripción de quienes cerraron la noche en el escenario principal. Lo peor es que me dejó ya sin ganas de ver Metronomy.
Resulta bastante evidente que el orden falló por completo. Kings of Convencience, Trail of Dead, The Joy Formidable, Deerhunter y Battles, sin Marina, habría estado mejor. Pero es solo una opinión, aunque ampliamente compartida.
SÁBADO 20
El último día de festival decidí endurecer mi selección. Las fuerzas iban faltando y los oídos empezaban a saturarse. Me marqué como único objetivo serio ver a Mogwai, una vez más; a los demás iría según me llevase la marea de mi compañía. Así es como vi a Kurt Vile, a esa especie de Bruce Springsteen de Matador pasado por la batidora del grunge, ondear la guitarra y su melena, en un buen concierto de club a las 19h de la tarde, muy bien adaptado al escenario pequeño. De esos de los que sales, en mi caso al menos, con un nombre más apuntado en la libreta.
La sorpresa del día fue la confirmación del rumor que se venía extendiendo desde el jueves: Summer Camp había sustituido a Jamaica el día anterior, y el sábado Maika Makovski haría lo propio con Foster The People. La mallorquina tocó en el escenario grande para un reducido número de incondicionales españoles, y para muchos curiosos cansados que, sentados en el cómodo anfiteatro natural del Ritek, aprovechaban para cenar e ir cogiendo sitio para Two Door Cinema Club. Valiente, pero bastante empequeñecida, Maika demostró una vez más que hay pocos artistas españoles que pronuncien un inglés tan bueno como el suyo; también demostró tablas, pero muchos sabemos que esta amante del cuero es de distancias cortas.
No soporté mucho a Two Door Cinema Club, la verdad. En directo corroboré la opinión que me hice de ellos tras escuchar más veces de las debidas su Tourist History: me parecen horteras, simples y facilones. Demasiadas veces aparecen grupos así, que se saltan los pasos, que se cuelan en la fila del éxito, y alcanzan gran notoriedad con casi nada. Hicieron un electropop de corte adolescente que me aburrió y me abrió el apetito. En realidad fue una excusa: mi cuerpo es sabio y trató de sacarme de allí.
Llegué a No Age pensando ya en Mogwai. Dos conciertos absolutamente distintos, pero igualmente estimulantes, cada uno a su manera. Los californianos son una de las últimas apuestas de Sub Pop: un mano a mano entre guitarra y batería, cada cual más enmarañada y contundente, que encendió sin contemplaciones el ánimo del público. Se vieron pogos, cuerpos llevados en volandas hacia el foso, y se respiraba adrenalina y buenas dosis de desahogo. Terapia muscular y gutural para afrontar la experiencia Mogwai.
Afronté mi cuarto concierto de Mogwai envidiando a aquellos de mis amigos que les iban a ver por primera vez. Se emocionaron, a mí me contagió la tierra su temblor y, al final, lo disfruté como si para mí también fuese la primera vez. Porque el salto de calidad que han dado los escoceses en los últimos 4 o 5 años es espectacular. Siempre tuvieron un buen directo; aunque claro, también hacían enormes discos. Pero es que ahora, graben lo que graben, su directo parece capaz de sentar al mundo entero frente a ellos, parece abrazar a todo el que se acerca. Incluso viéndolos desde lejos, da la sensación de que su sonido cabe solo en una de esas inmensas catedrales góticas (de cortinas a medio descorrer); un sonido que parece apoyarse en incólumes pilares de mármol pulido y oscuro.
Hasta I’m Jim Morrison, I’m Dead, la tercera canción, me parecieron algo fríos; e incluso vi menos contraste en su claroscuro, menos impulso en sus cambios de intensidad. También se me hizo algo corto, o al menos sí que eché San Pedro, y más canciones antiguas. No obstante, el setlist dibujó una evolución bastante sobrecogedora. Presentaron casi todo su último Cd, además de un par del penúltimo, Hunted By A Freak y Killing All The Files del Happy Songs For Happy People, y una que casi nunca falta, Mogwai Fear Satan: donde se ha de estar en silencio. Aunque no acabaran con este tema, suena a final desde el principio: quedaban aún, por lo menos, 20 minutos, pero le dije a mi colega: “Prepárate, que con esta acaban”. Y claro que se emocionó, y a mí se me ponían los pelos de punta. Fue una obra maestra de coordinación: es el termómetro de Mogwai. Definitivamente, son ya uno más de entre los más grandes: uno de los sonidos más importantes del rock de los últimos 20 años.
Después del explosivo postrock de los escoceses, di por concluido el festival. Mis oídos sí que temblaban con la idea de escuchar a Death From Above 1979, pero al final no pude renunciar a un último directo. La reencontrada pareja Keeler-Grainger se mostró pletórica, incombustible y algo subidita. Puedo entender su prematura separación, con tan solo un disco editado: soportarse mutuamente debe ser tarea complicada. De todas formas, ese Yo’re Woman, I’m A Machine les ha bastado para construir un directo completo y, por otra parte, muy esperado. Y aquí sí que hubo pogos; hasta vi salir a un tío en camilla al finalizar el concierto. Fue como revivir No Age, pero a lo bestia, y con melodías más horteras y desvariadas. El apego que estos chicos le tienen al rock es por simple camuflaje, por mucho que se conocieran en un concierto de Sonic Youth.
Lamento no haber visto a Linda Martini, porque sonaban bien desde el río. Por cierto que por él navegó y se paseó Erland Øye, el de los Kings of Convencience. Lo curioso es que pocos le reconocieron. No sé si debido a que la mayoría no habíamos ido hasta Portugal para verlos a ellos, o porque directamente la mayoría no sabía ni quién tocaba. Como ya he dicho, el Paredes de Coura es, por cartel y relación calidad precio, uno de los mejores festivales de la Península, pero también hay que decir que tiene margen de mejora en determinados apartados. Aún así, en lo importante cumplió: le regaló a nuestra memoria grandes conciertos, e inolvidables momentos.