ÓLAFUR ARNALDS. Barcelona, 11-03-2012.



El príncipe de los dedos de cristal helado.

Un proverbio islandés dice: “llegarás a tu destino aunque viajes muy despacio”, pero los músicos de allí deben hacer otra lectura, algo así como: “harás mucho ruido aunque toques con dulzura”. Eso, o es que la musicalidad que se cultiva en la isla tiene, de alguna manera, y en casi todas sus variantes y mejores ejemplos, las mismas raíces congeladas que dan flores y frutos de cristal. Se podía palpar el silencio ayer en Apolo durante el concierto de Ólafur Arnalds, mientras sus composiciones se derramaban sobre el público, cómodamente sentado, como si de una sigilosa e imparable nevada se tratara: poco a poco, el mínimal neoclasicista del joven compositor y pianista islandés fue cuajando en una sala en la que se podía oír hasta el crujir del suelo. Aunque, en realidad, desde el principio ya nos había conquistado.

Fueron sus modales impolutos, su derrotada timidez y, sobre todo, la simpatía y la interactuación con el público lo que nos hizo suyos en seguida. Antes de presentar a sus acompañantes, dos vientos de un extraordinario talento, Arnalds nos pidió que cantáramos una nota que él nos proponía; nos grabó, nos sampleó, y nos usó como base para una improvisación que sirvió de perfecta introducción. Porque por capacidad, pudo haber montado un espectáculo sin partitura previa, pues parece poseer una destreza especial para crear a partir de la nada; no obstante, repasó lo mejor de una carrera que, aunque todavía corta (cuenta con apenas 25 años), resulta ya fulgurante y tremendamente prometedora. Presentó su último trabajo, Another Happy Day, su primera BSO, entre pinceladas de lo mejor de su obra en una hora y media de concierto que dejó al descubierto su inconmensurable valor artístico, y su natural destreza para acercar lo clásico a lo moderno, y la electrónica al neo-clásico.

Como compositor, Arnalds tiene predilección por la ambientación cinematográfica emotiva, esa que desecha la palabra ante el poder sugestivo de una imagen, acompañada, a ser posible, por unas pocas, precisas y sutiles notas de piano. De hecho, parece tener una facilidad innata y hasta mágica para interpretar y reproducir las técnicas de la música para la narrativa, construyendo formas, espacios y atmósferas bellísimas, y hasta una historia y puesta en escena precisas que se intuyen mediante la delicada sutileza de un puñado de notas bien puestas. Sin embargo, bajo el manto gélido que extendió sobre el asombrado público barcelonés, tras la frialdad que los diez témpanos que tiene por dedos fabrican, hay un halo de respiración limpia y sosegada: como si una ráfaga tormentosa de viento del norte hubiera despejado el cielo, y el músico lo dibujara con detalle al piano y dos cuerdas. Es cierto, por tanto, que trasmite esperanza y libertad bajo esa sugestión nostálgica hecha de matices finos y suspiros musicales.

Mención aparte merecen sus dos acompañantes, Viktor y Paul, al violín y violonchelo. Formaron un trío compacto, que leyó al dedillo la partitura del genio constructor, como si hubieran nacido también ellos en las estructuras arquitectónicas que el islandés crea con el deslizar suave de sus dedos sobre el teclado. El violín se arrancó en un solo sobrecogedor en 3326, y el chelo poco después, en Undan Hulu. En general, de todas maneras, su aportación fue como la proyección de una luz sobre el vano, indirectamente protagonista, al amparo y comanda de la fuente de iluminación e inspiración que significó la presencia y capitanía del joven Arnalds.

Mantuvo durante todo el concierto la misma línea de sutileza y silenciosa calma, incluso cuando abogó por un sonido más electrónico y rítmico. Nada que desentonase, porque lo cierto es que este chico es clásico con una mano, y con la otra moderno: captura y manipula el sonido a cada instante, congelándolo y expandiéndolo a su antojo; como un tornero, que deforma y crea su obra con insistencia y callada paciencia, sin parar nunca de girarla y tocarla. Su manera de concebir la electrónica, casi como una opción lumínica más, le permite explorar hacia el interior de su propio sonido, como quien se adentra en las profundidades marinas conduciendo un submarino diminuto solo con las manos y unos cuantos mandos. Es la puerta que artistas como James Blake dejaron abierta de par en par.

Ólafur Arnalds pertenece a la generación 2.0, esa que prácticamente ha nacido con un ordenador bajo el brazo, y que es consciente del potencial de actuación que tiene sobre lo ya establecido. Con una excelente preparación en las formas clásicas, el islandés demuestra tener una fuerte voluntad de transformación: y no se trata de una simple repetición de lo antiguo, ni de interpretar partituras amarillentas, sino de seguir construyendo nuevos clásicos. Tal vez con el tiempo veamos su nombre a la altura de otros grandes genios de la composición de bandas sonoras, como John Williams, Ennio Morricone, Danny Elfman o Yann Tiersen, pero dudo que alguno de ellos tuviera, con la edad que tiene ahora Ólafur (Oli, para los amigos), un estilo tan perfeccionado y pulido como el que muestra el islandés. Es un modesto renacimiento neoclásico en pleno siglo XXI.

Fotos de Pablo Luna Chao.

Escucha el setlist (parcial) del concierto en Spotify.

También disponible en Alta Fidelidad.

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