WHITE LIES



La purpurina no alimenta, pero engorda.

Dicen que un clavo se quita con otro clavo; y que un amor se cura con otro amor. Pero aunque nunca llegase a considerarlo desamor, propiamente dicho, sí es verdad que White Lies han venido a llenar un importante vacío dejado por The Killers, hace ya unos años. Al menos para mí. Luego es posible que abandonen, como hicieron los de Las Vegas, el sonido radiante, vertical y ligeramente insolente con que han debutado, pero al menos nos habrán dejado un disco por el cual ya merecerían ser recordados. TO LOSE MY LIFE... tiene ingredientes para todos los gustos.

White Lies son británicos, y se nota. En cierto sentido están más cerca de los Editors, e incluso de Joy Division, que de lo que hicieron los Killers en su primer álbum, Hot Fuss. Tiene un eco oscuro, como el de un escenario vacío, pero lleno de una brillante y deslumbrante dignidad. De esa de la que hablaba Freddy Mercury en The Show Must Go On, lleno de esa extraña sensación de estrellato glamuroso que, según mi oído y mi opinión, ha terminado arruinando la propuesta de los Killers. En TO LOSE MY LIFE... ese brillo aún está al nivel de las entrañas del grupo, no se les ha subido a la cabeza. Pero claro, tampoco mueven aún lo que los norteamericanos.

Lo cierto es que White Lies tiene bastantes opciones de convertirse en una banda popular a corto o medio plazo. Pese a no tener unas críticas especialmente positivas, su sonido es muy directo y claro, y si te gustan a la primera escucha, garantizan saciar tu apetito.

La música de White Lies está compuesta funamentalemente por tres sabores predominantes (muy simbólica, pues, la portada). Las estructuras, que suelen ser, como decía antes, verticales, siempre van hacia arriba, y sin demasiada floritura: son directas, desvergonzadas y atrevidas. Perfectas para levantar voluntades. Destaca también el regusto a Inglaterra en su batería, en ese ritmo cuadriculado y de pasitos cortos. Un compás que, de hecho, también nos eleva y nos lleva en volandas. Con el latir y el espíritu de la que parece ser, pero nunca es, última canción de una fiesta inolvidable, que llega al amanecer, que no puede acabar nunca, que ya empieza a ser mítica. Sin demadres, pero estando al 100%; cantando al 100%.

Porque el tercer ingrediente que hace de White Lies un producto muy apetitoso es la plena voz de Harry McVeigh. Siendo como es tan grave y profunda, luce mucho cuando pega esos potentes y pulidos saltos. Llenos de seguridad, los saltos de voz de Harry hacen que el público se crea capaz casi de cualquier cosa. White Lies es esperanza pura y ánimo, es fe en las propias posibilidades, de ahí que el TO LOSE MY LIFE... parezca una enorme flecha hacia las nubes de tus propios sueños, hacia lo más alto de tus íntimas espectativas; hacia ese escenario donde (como decía el odioso anuncia de Seguros Ocaso) se representa la obra de tu propia vida.

Y el show, como ya sabemos, siempre debe continuar. Mercury estudió en el barrio londinense de donde son originarios White Lies. En Earling hay también uno míticos estudios de cine, uno de los primeros del mundo, propiedad de la BBC entre 1955 y 1995, donde se grabó, entre otras muchas, la inconmensurable The Ladykillers (El quinteto de la muerte). Espero que esas referencias guién a White Lies por el buen camino, que mantengan el brillo del estrellato en las entrañas y en la portentosa garganta de Harry McVeigh; espero que no les consuma la parafernalia de brillantina del espectáculo que ha devastado las buenas bases de The Killers o Muse. TO LOSE MY LIFE... tiene ya suficiente carne y condimento. White Lies es nutritivo, y la purpurina no alimenta, pero engorda.







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