Creo que mis tímpanos se han declarado en rebeldía; mis oídos no me hablan, y todo por culpa del concierto de ayer de Battles. Hubo momentos en los que estuve tan pegado a la batería de John Stainer que la caja de resonancia era mi propia gran boca abierta; y hubo otros en los que estaba tan cerca del teclista y guitarrista Ian Williams que me cayó alguna de las cientos de miles de millones de gotas de sudor que saltaron de su cabeza al ritmo del impecable sonido de la banda. También pude observar la magia constructiva de Dave Konopka, el otro guitarrista, mientras no paraba de mezclar y samplear sus propias notas.
Porque lo de Battles es pura frontalidad musical, un implacable muro de contundencia incansable, en absoluto monolítico, que parece el resultado plástico de una colorista y speedica fórmula matemática loca. Aunque la música en el fondo siempre sea eso, geometría de notas, tonos y ritmos, lo que me apasiona de Battles es que, con su descaro, transforman ese lenguaje cuasi aritmético, mientras le brindan un poderoso homenaje, en otro mucho más sencillo, casi diría que primario; instintivo, animal, brutal.
No especulan un solo instante ni con el tiempo ni con la distancia: son aquí y ahora, y mientras están, lo son con una intensidad que asusta. Stainer golpea su batería como si dependiera de su fuerza que el universo no se despegase por los bordes. Usando y destrozando sus baquetas por los dos lados, el de Baltimore es un verdadero espectáculo: empapado en sudor, y encogiendo su enorme figura frente a su instrumento, parece el ser humano más concentrado y entregado a algo que pueda existir jamás. No parece una máquina, da la razón a los luddistas: un ser humano al 100% siempre será mejor.
En la disposición frontal que adoptan en directos como el de ayer de la sala Apolo, destaca que Stainer esté en el medio, flanqueado por dos personajes (antes fueron un cuarteto) que se dedican a colorear la barbarie de ritmo que él plantea. A su derecha Williams, un personaje bailongo de bigotes americanos, de esos que se precipitan comisuras abajo, que es capaz de tocar dos teclados a la vez, mientras puntea una guitarra muy elástica. Y a su izquierda Konopka, un hombre que hace del concepto de guitarra rítmica un arte de la mecánica y el ensayo. Hacen un trío de atropellada perfección: el cerebro debe ser Konopka, Stainer es el brazo ejecutor, y el bueno de Williams, el más hablador, ha de ser las piernas de este organismo bailable que es Battles.
No es una banda que se caracterice por la sutileza, pero sí hay sitio para exuberantes matices, dado que los espacios creados por la estructura son amplios, y las pinceladas que componen sus melodías de vertiginosa escalinata son cortas y rápidas. Por eso el público disfruta toquen lo que toquen, porque no hay desperdicio en todo el rato que dura su recital: lo llenan todo, y ni siquiera crees que te dé tiempo a asimilarlo todo, ni en su conjunto, ni al detalle. Pero ha sido tal la avalancha, que sales tú igual de empapado de Battles, que los Battles de su propio sudor. No obstante, sí se notó una efervescencia especial cuando sonó Atlas, seguramente su tema más emblemático.
Pero tampoco va a ser grupo de un solo tema, es más: sus directos son tan compactos que, aunque haya pasajes más reconocibles o admirados que otros, sea el setlist que sea, parece todo compuesto de seguido, como si en una sola tarde, de una sentada, atropelladamente pero de manera precisa, hubieran compuesto todos los temas; enlazados entre sí uno detrás de otro, como si fueran un todo radical de sonido, matemáticas y ritmo. Es la fórmula de Battles.
Fotos de Pablo Luna Chao.
También disponible en Alta Fidelidad.
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