BLOC PARTY



La tormenta perfecta.

Hace un par de semanas decidí darle una segunda oportunidad, tras años de por medio, a Bloc Party. Cayó en la conversación adecuada, con la persona adecuada: admirada e inagotable fuente de música, desconocida o ignorada por mí. Poner en duda el gusto que tenía hace apenas un año, me está resultando un ejercicio muy fructífero y enriquecedor últimamente. Con Bloc Party he tenido un primer instante de infinito entusiasmo, pero hay que estar el loro: esta banda tiene un límite clarísimamente marcado. Para mí, su carrera empieza y acaba en el SILENT ALARM.

Francamente, no me interesan sus siguientes Cds. No puedo hablar de un disco sin tener en cuenta aquellos que le precedieron, pero sí puedo obviar los que le siguieron. Este va a ser el caso. Repito: Bloc Party, para mi, se reduce al SILENT ALARM. Que no es poco.

Los primeros segundos del Cd son casi idénticos al de la monumental Limerick, tema que abre el Amanita de Bardo Pond. Pero en seguida nos damos cuenta, cuando entra en tropel la batería y, más tarde, el bajo, de que estamos ante un ejercicio de rock concreto: una marejada musical de constante y potente oleaje, de sorprendentes cambios, no te tono, ni de ritmo, sino de intensidad, donde quisiéramos zambullirnos una y mil veces. Es un disco hecho a base de chapuzones intensos de punk-rock revival al estilo del Reino Unido. Un disco que tiene la grandeza de la arquitectura del líquido: imprevisible, caprichosa y libre.

Por lo general, los temas presentan cierta progresión hacia el clímax, salvo en Helicopter y Pieces of Gasoline, que empiezan ya a tope desde el principio. También Luno, que ejemplifica mejor que ninguna otro de los secretos del sonido de este álbum: la conjunción básica de un bajo contínuo y una batería que no da pausa a la respiración. El temazo se lo marcan ellos dos; y las guitarras, muchas veces, parecen bajar del techo, como gélidas gotas de agua, como estalactitas vivas que acaban apoderándose de la canción entera; y de tu cuerpo. Luno es de los mejores ejemplos, pero casi todos los temas progresivos funcionan así. Positive Tension, She's Hearing Voices y Plans, o This Modern Love, The Pioneers y Like Eating Glass, aunque en éstas las guitarras entren primero, son claros ejemplo. Bajo contínuo más batería súper cañera y rica, y unas guitarras de precisas distorsiones, que terminan siempre en lo más alto.

Bloc Party tiene en este Cd el morboso atractivo de las tormentas de verano. Aquellas estalactitas, en ocasiones, se convierten en un goteo incesante, en una lluvia de punteos y rasgueos que, como en el abordaje del océano a cualquier barco, ataca por cualquier lado imaginable. Positive Tension es el mejor ejemplo de tempestad que proponen los de Londres: un orvallo que evoluciona adornando al bajo conductor, que termina convirtiéndose en un chaparrón de los de primavera, de los que te dejan ver el sol tras el nubarrón. Unas lluvias deliberadas que, al ritmo que impone la batería y su fuerte oleaje, baten sin piedad el casco de quien se embarque en la escucha de este SILENT ALARM. Porque las ráfagas de música no se acaban aquí: el temporal se desata tras cualquier esquina, en cualquier canción, ya sea a modo de estribillo (Like Eating Glass), en las variaciones, o a modo de culmen.

Bloc Party construye un Cd sobre la base del asedio al intruso, con la constancia de una naturaleza oceánica, sobrehumana, que intenta reducir al agente invasor, desplegando poderosamente toda la magia de su furia. Con la consistencia del agua, que ataca bajo cientos de formas distintas, desde todas direcciones, y con la virulencia de infinitas ordas de minúsculas gotas que se mueven al unísono, bajo la marcada y precisa dirección de un bajo contínuo y una batería sensacional. SILENT ALARM es uno de esos Cds que, si te gusta, lo vas a quemar, lo vas a rayar, lo vas a reescuchar, y nunca nunca te va a cansar. Son casi todo grandes hits; y, además, algunos tienen la fantástica virtud de hacernos revivir, una y otra vez, ese primer chapuzón del verano: aquel en el que realmente eres consciente de lo maravillos que es tener tu cuerpo empapado, rodeado de fantástica y refrescante agua pura.




DEAD MEADOW. Madrid, 5-5-2011.



Dead Meadow. Tres hombres y una botella de whiskey.

Los conciertos en la sala Moby Dick me encantan. A parte de tener casi siempre un impecable sonido de club, da la impresión de que los artistas se sienten cómodos, arropados y comprendidos en el escenario. Las dimensiones y la suave distensión del local permiten un ambiente de camaradería que, sin duda alguna, es una de las características básicas del tipo de conciertos que allí se ven. Poca gente, un escenario apenas elevado medio metro del suelo, y bandas jóvenes, prometedoras, y generalmente alternativas, pero con un pequeño núcleo de fieles seguidores. Spindrift y Dead Meadow aprovecharon ayer esa atmósfera especial de Moby Dick para repartir música americana en grandes y contundentes dosis; cada uno a su modo, pero ambos demostrando una fuerte personalidad.

Lo de Spindrift fue toda una sorpresa. Una curiosa combinación de personajes y sonidos invadieron la rítmica interna de cada asistente, pocos en un principio, hasta hacernos casi creer que aquella mítica sala de madera podía transformarse, a golpe de country psicodélico, en un saloon de baile al más puro estilo del midwest norteamericano. Tres de los cinco integrantes de la banda llevaban llamativos sombreros de cowboy, y su aspecto étnico delataba su proveniencia. Son californianos, pero su música remite a las mismas fronteras huidizas a las que canta Calexico, la voz de Sasha Vallely-Certik a la de Cat Power, pero sin sus tablas ni su afinación, y su universo estético al del spaguetti western de Ennio Morricone. Spindrift son como un soplo del desierto de Sonora, más cercanos a la cosmogonía del indio que a la del pionero colono; teñidos también de esa misma deformación psicodélica y escatológica presente en Dead Man (Jim Jarmusch). Practican, de hecho, un constante ejercicio de homenaje musical a toda esa narrativa fílmica del oeste, del mito caído del colono que reclamó su estado a Méjico.

Dead Meadow no tuvo tanta connotación étnica o cultural; en cambio gozó de mayor público, mayor protagonismo y algo más de tiempo. Es la primera vez que una gira los trae a nuestro país, y como buena banda indie, su debut en Madrid fue en un lugar donde pudieron sentirse como en casa. La hora y media de concierto dejó al público con la impresión de haber exprimido a tope el jugoso sonido de la banda; y con la sensación de haber asistido a uno de esos conciertos que, cuando vuelvan en unos años a La Riviera, recordaremos con el orgullo de quien les vio en la intimidad del desconocimiento masivo. Supieron llenar el espacio con su inmovilidad, con su críptica indolencia; y supieron transmitir, con un repertorio coherente y sin tregua, el estado anímico de Jason Simon: coordenadas básicas para la música de Dead Meadow.

El trío de Washington D.C emergió de entre el público cuando llegó su turno y, asidos a los mismos tercios de Heineken que sosteníamos muchos, dieron comienzo al recital. Los chicos de Dead Meadow se entienden en el escenario igual de bien que en los estudios de grabación, comparten una deliciosa dejadez, tan propia de la psicodelia como ajena de la auténtica música de raíz norteamericana. Comparten cierta insolencia y soberbia, en pose y expresión, que inunda su música de un particular, pausado y seguro sonido stoner. Poco importó el orden de las canciones que sonaron, o a cuál de sus cinco discos pertenecían los acordes y fraseos de bajo que se oyeron: de principio a fin sonó todo en un mismo tono, en una frecuencia melódica muy similar, pero rica e inspirada en la artesanía instrumental.

Para los más entendidos, no obstante, el setlist del concierto sació de sobra las expectativas: 'Heaven', 'Let’s Jump In', 'Ain’t Got Nothing', 'Whats Needs Must Be' o 'The Great Deceiver' sonaron con todo el poderío y la calma plomiza, lisérgica y letárgica, tan características de la banda norteamericana. Cada tema fue un amistoso y áspero mano a mano entre el bajo de Steve Kille y la guitarra de Jason Simon, siempre arbitrado por una percusión igualmente arrogante y provocadora. La personalidad de Mark Laughlin en la batería es tan básica en Dead Meadow como el suelo para la vida humana: resbaladiza, y con una métrica de puntillas, sostenida en los platos, siempre da la cara cuando tiene que asentar cimientos. Es como esos pocos pasos firmes que damos en la vida, seguros entre tanto camino inestable.

A medida que avanzaba el concierto, la botella de whiskey Jameson que compartía el trío iba vaciándose. Sin mezclas; duro, y a grandes tragos. Así es el rock de Dead Meadow: una poderosa forma líquida que endurece tus entrañas, para hacer que te creas más fuerte por fuera. El atractivo que tienen, y así lo demostraron ayer, reside en que en su naturalidad nos reflejamos todos de alguna manera. En el orden y el despliegue rítmico, a modo de alas de ave rapaz, de la percusión, en la difusión imprevisible de punteos y distorsiones, en los saltitos de Kille, pidiéndole batalla a su amigo y compañero de cuerdas, en la voz sin sobresaltos de Jason Simon, o en la cotidiana estética de su imagen: pelo liso sobre los ojos y barba. De lo que no me cabe ninguna duda es del hecho de que estuvieran como en casa: a parte de la botella de whiskey, era evidente que el guitarrista y compositor, el sobrino de David Simon, genio creador de la serie The Wire, llevaba su camiseta preferida. Algo roída y empapada de sudor, pues Dead Meadow lo dio todo en el pequeño escenario de la Moby Dick. Un concierto de rock de verdad.

THE BLACK ANGELS



Si tuviera que apostar, diría que estos chicos de The Black Angles formaron su grupito en 1969-70 y, accidentalmente, inventaron también una máquina del tiempo con la que viajaron hasta 2005. Con el paso de los años, y después de 3 discos, disimulan mejor; pero indudablemente su sonido es de una época que ya pasó hace mucho tiempo. De ser así, tendrían su mérito, pues habrían sido precursores, en cierto modo, de todo el movimiento Madchester, y del Brit-pop de los años '90.

The Black Angels son de Austin, Texas. Passover, DIRECTION TO SEE A GHOST, y Phosphene Dream son todo su trabajo: reminiscencia de una época donde el miedo no nos imedía soñar cada noche. Un sonido de vocación psicodélica, pero con la amabilidad y las buenas maneras de unos músicos muy lúcidos. The Black Angels son una especie de reencarnación de los Jefferson Airplane, pero pasado por la licuadora intelectual de principios del nuevo milenio. Y entre las más descaradas influencias, es inevitable nombrar a los Stone Roses, Kula Shaker, o The Charlatans. Suenan americanos, psicodélicos, tejanos, bluseros, pero también a la estilizada elegancia británica herencia de los Who, a ese ritmo irreverente, tan propio de los súbditos de su majestad.

Passover es un disco concreto de claras intenciones, compacto y aguerrido. Un sonido que solo carece de piedad. DIRECTION TO SEE A GHOST es el más experimental de los tres, elepicentro de mi pasión por esta banda, y Phosphene Dream, su último trabajo, el que van a presentar en el Primavera Sound, una evidente apertura, un sonido mucho más ligero y directo. Su tercer Cd aburre un poco, y eso que fue el primero que escuché. No, la esencia de esta banda reside en sus dos primeros trabajos, sin duda. DIRECTION TO SEE A GHOST destaca por el equilibrio perfecto entre esas dos referencias: el rock psicodélico americano de los '60-'70, y el brit-pop de principios de los '90. Frente al frontalismo del Passover, en el segundo Cd hay una aire más liberado, las notas se disparan en todas direcciones. Tiene muchísimo más contenido musical que los otros dos, desarrollos más largos, y adornos de presencia más intensa.



La verdad es que nada de estos tejanos tiene desperdicio. Cada disco tiene su valía, sus cualidades, su sonido redondeado y coherente. Pero entre ellos se pueden percibir pequeñas diferencias que nos hablan de un grupo en perpetua edificación. La psicodelia del DIRECTION TO SEE A GHOST, por ejemplo no es tan pura y libre en sus otros Cds, lo que hace de éste su trabajo más completo. Todos los temas superan los 4:30 minutos, y todos contienen diversos espacios musicales donde juegan con el blues de garaje, el poder manipulador anímico de los platos de una buena batería, y la movilidad apática derivada de la voz explayada de Alex Maas. El secreto de este álbum es la especie de onda expansiva en la que se manifiestan todas y cada una de las notas. A veces suenan más a The Verve, como en Doves o 18 Years, otras a Kula Shaker (en Deer-Ree-Shee), o en general, al pop-rock británico como In YOur Color, y otras veces reflejan la actualización de un sonido prototípico de los Jefferson Airplane, la Velvet Underground o The Jimmi Hendrix Experience (en el trasfondo de casi todos los temas, pero más especialmente en You On The Run, Science Killer, Mission District, Never/Ever, Vikings o la interminable Snake In The Grass).

The Black Angels difícilmente llegue al gran público. No es en absoluto una rareza; es más, es una mezcla de cosas que ya son, y suenan, clásicas. Pero aunque estén en una línea cercana, por ejemplo, a The Black Keys, o Black Rebel Motorcycle Club, The Black Angels representan el lado más oscuro y ácido del rock-blues alternativo y del folk sureño norteamericano, o la vertiente más psicodélica de aquel garage que, en el noreste, se desarrolló paralelo al movimiento grunge. De lo que estoy seguro es de que son buenos músicos, y por tanto imagino que gustarán mucho en directo. Eso sí, en festivales de música independiente, por el momento.